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Tierras australes, ventosas, amplias, salvajes. Punta Arenas amanece de repente. Cae la nieve. Disfruto de los árboles que se someten al peso de la bella porque miro desde mi cama y hace calor.

Aquí, desde el sur del mundo, inmersa en este océano azul petróleo que se divisa al fondo del paisaje, leo y me dejo abrigar por el silencio, por lo profundo.

Vuelan por el cielo pájaros mudos mientras la sutileza efímera de la nieve me recuerda el pelaje de lobos esteparios que miran en el fondo de mis ojos. Me dejo navegar por esta experiencia por los cientos de libros que leí en mi casa cuando niña, embelesada, contenida por la mirada atenta de mi padre,

por los conciertos a los que me llevaron abriendo el mundo para mí con pianos, violines, clarinetes y otras provocaciones,

por mis profesores que hablaron con maestría de Manuel Rojas, García Márquez, James Joyce,

por las maestras y maestros del alma que me tomaron la mano y me llevaron a mirar el desfiladero sembrado de acacias mientras la tormenta llegaba, violeta, por el norte.

Almendrita nieta respira a mi lado, caliente y olorosa, atónita frente a los remolinos con los que baila el viento, con los cristales que caen, sutiles, desde el cielo, rozando las ventanas de esta Punta Arenas abierta.

Los copos de nieve hacen música.

La disfrutamos.

Nos abrazamos acompañadas por los ronquidos de Cristóbal, mi hijo, que ya es hombre.

Todo es simple y sencillo a ratos porque la vida ha sido benéfica, hay que decirlo.

L@s human@s, al final del camino del corazón, podemos ser felices en el breve instante del presente.

¿Cómo permanecer en él si tanto me cuesta todo,

si cada día lucho tenaz por la sobrevivencia,

si paso horas en inmundos consultorios mientras mis hijos se pudren,

si voy a colegios en los que se sale la caca,

si me echan porque revolví el gallinero,

si me hacen contratos vergonzosos y abusivos y los tengo que firmar porque tengo que llevar el sustento a mi familia,

si vivo con doce más en mi habitación y comparto cama con alguien que por ahí me mete mano donde no quiero pero qué hacer

y cada día que pasa es un día en el que siento que no tengo lugar, cobijo, destino?

Nada le ha pasado a nadie, me digo con mi corazón rebalsado de cosas buenas.

Respiro, respira la niña/nieta preciosa que mira la nieve enredada en la cuenca caliente de mi abrazo. Mi hijo dorado transita las tierras de adentro. Los árboles añosos se dejan curvar por esa nieve que no nos toca, que no nos hiere, solo asombra por su hermosura helada. Doy las gracias por estar viva.

Y así es y también no es así.

Por eso, añoro los cambios que se anuncian, que desesperadamente se necesitan, que sacan de sus casas a ciudadanos y ciudadanas en muchas partes del mundo.

Aquí,

también,

en este Chilito que debe ser algo más que un paisaje.

Lo añoro profundamente porque no todos podemos disfrutar de lo que nos hace humanos, contentos a ratos, unidos, vinculados con lo que amamos, gozosos de mañanas con nieve, nietas, hijos que se han hecho hombres, fragancia a café. Demasiado pocos podemos acceder a experiencias, vivencias, oportunidades, que tienen que ver con buenos colegios, con familias más o menos amorosas, con tiempo para el cobijo, con espacio para vivir la intimidad de cada día, con horas de ocio para entrar al vacío y preguntarnos, descubrir. Casi ninguno accede a los libros, a la música, a bailarn@s cruzando el espacio de escenarios volátiles, a los grandes actores, actrices, a las obras  que han develado los acertijos y relatos de la historia humana. ¿Cuántos de nosotr@s podemos y somos tocad@s por la belleza? ¿Cuántos experimentamos hoy por hoy la solidaridad profunda y reparadora de la especie? ¿Cuántos de nosotros nos sentimos dignos y respetados por el solo hecho de ser humanos?

Entonces alzo la voz y apoyo la causa estudiantil con fuerza. La educación en su más trascendente sentido es todo esto y la merecemos tod@s. El futuro de los nuestros se construye hoy y nos compete a todos y todas.

 

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