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El arte visibiliza lo que permanece oculto, devela la esencia y así los libros, el teatro, la danza, la música, la plástica, nos permiten encontrarnos como país, como comunidades, descubrirnos, abrazarnos y desde ahí seguir el viaje en concomitancia con lo que somos, hacia la magnificencia de lo que somos. El arte es un bien público, es un derecho humano que hay que salvaguardar, fomentar, difundir. Las autoridades debieran invitar a navegar a todos los chilenos y chilenas en ese espacio, invitar a conocernos en ese territorio. Este sería otro país.

Hoy comparto con ustedes este relato de una mujer campesina que aparece en mi libro, “Cartas de la Memoria. Patrimonio Epistolar de una generación de mujeres chilenas.” y que habla de un Chile y de chilenas desconocidas e invisibilizadas. 

Yo cuando era niña me sentía que tenía un algo oscuro, podría ser como un saco de plomo, como un hoyo en mi alma. Necesitaba esa hoja en blanco donde desparramar mis palitos que uno con otro forman palabras. Porque yo tenía mucha cosa adentro que no podía expresar porque no sabía escribir, hoy sí y el mundo de mí, es otro.

Me llamo María, quiero contarles mi vida, por eso les escribo.

Nací en el campo en el año 1955 en un fundo que está al lado de la cuesta de Caiololén, el fundo El Mallar le dicen. Eran los tiempos del chonchón a parafina, la cocina a leña y el radio a tubos.

Yo por los 65 era una niña con muchos sueños ocultos, era inocente, ignorante. No conocí una escuela, mi papá decía que si iba al colegio era para escribirles a los lachos. Así crecí entre mucho castigo, llena de obligaciones, había que trabajar para pagar la crianza. 

Sin embargo yo igual soñaba con cosas lindas.

Ahí andaba yo con las trenzas largas, mi chupalla coronando mi cabeza. Andaba con la cara sucia y las polleras, anchas, que con el viento formaban un abanico. 

Siempre trabajando en trabajo de hombre. Me ponía triste y lloraba.

Yo era muy traviesa, me llamaban Milita,  donde andaba mataba todo los bichos que se me ponían en el camino, las culebras las mataba, después que me cansaba de jugar con ellas me las ponía de cintillo, de cinturón, collar. Las ponía de cabeza en las mata de quilo, les prendía juego, las sostenía de la cola hasta que se quemaran. Si no las emborrachaba y las tomaba del hocico y las partía hasta la cola. Yo era una gacela para correr, una gata para trepar los árboles, me bañaba en las vertientes junto con la culebra, rana y sapo.

No conocía nada, todo mi mundo era lo que me rodeaba, cerro, montaña, animales. No sabía lo que era un profesor, ni un doctor, no sabía si yo era un animal más de los que cuidaba. Para mí el fin del mundo era donde se perdía el sol, allá,  detrás del cerro. Empecé a investigar, decidí subir hasta la cima de mi gran cerro y me di cuenta que el mundo era mucho más grande. 

Justo el año que salió el doctor Salvador Allende, pare que fue como el 1969 o 1970 me cansé de que me marcaban con el látigo mis espaldas.  Yo fui la única que enfrentó a mi taita de todos mis hermanos. Estaba cansada de que me castigaran injustamente. Mis sueños me palpitaban por dentro. Así que decidí irme de casa a trabajar. Fui al pueblo a comprarme una maleta para llevarme mi ropa y así emprendí mi viaje. Ha sido más que todo difícil pero también mucha maravilla junta como el haber aprendido a llenar la hoja con los palitos negros que al juntarlos hacen palabras. Lo que más me pone contenta es no haber botado al charco mis sueños. Al final nadie nació sabiendo, todos llegamos con una hoja en blanco a este mundo lleno de sorpresas.

María

Nuestro país, que somos todos y todas, no debe dejar de soñar y menos olvidar que soñamos y aún menos botar al charco nuestros sueños. El teatro y el arte, en general, permiten esa explosión del alma y ella es nuestro patrimonio intangible.

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