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La comarca entrañable esa que llevamos con nosotros los que no  somos originarios  de las urbes, es en genérico la “provincia”  asociada a lo pueblerino, a las fiestas, historia con raigambre, adoración a lo divino, sapiencia de lo profano, de genealogía y aparecidos,  lumbre o vastedad de sombras, lugarejo que en su recóndita condición,  alcanza la densidad del perfume  para  los oriundos,  un sitio anclado en  coordenadas fijas a la mirada del que no conoce ese entorno, pues, por sobretodo, la provincia es  una creación a base de tradición y memoria de eventos que se van convirtiendo en mitos solo develados al iniciado.

Esa provincia,  en el pasado era inabarcable a la compresión abreviada del  viajero erudito que en su prosapia buscaba delimitar  hasta donde podría llegar el interés de sus futuros lectores e oidores por ese paraje, y lo es también hoy,  para los  reporteros  más o menos inspirados y/o eruditos que recorren el mundo buscando conseguir algún grado de incumbencia del lector o el televidente. “Bien por ello”, claman los que  están satisfechos de los que  les  toco por virtud habitar.

La provincia que respira tras  los postigos cerrados, que nos señalan la despedida del día o la hora de la siesta o de la barrida de la vereda de la calle,  es misterio intrínseco para quien no se toma el tiempo de la radicación a la medida. Es la vecindad  plena la  cual permite la experiencia y  es ésta la que dará  el  testimonio y la condición de heredero  de la leyenda. Pero, es también un lugar en ninguna parte, es mucho más allá que un punto en la geografía, es un código que acepta trashumancia que se instala a la medida de quien lo descifra en una escena en la estación de metro, una  conversación entre un cliente y  la dependiente  de una caja de supermercado, en el entretiempo de una final de fútbol, o en algún cóctel del palacio de gobierno. Es la remembranza asumida que se abre a la oportunidad de la interacción a la manera que se da en nuestra arcadia originaria como también lo dice Pierre Sansot “y cuando intentamos olvidarla, persiste en nosotros, en nuestra alma, a base de bocanadas, olores, de recuerdos”

El buen barrio de la gran ciudad tiene algo de la provincia, en eso de que priman las relaciones de la inmediación cotidiana y uno que otro mito urbano los compenetra y lo obliga a reconocerse, pero ya queda tampoco de aquello en nuestro país plagado de  desconfianza de los demás, en donde prima el interés individual a tal punto que se desdeña lo colectivo. Es la comarca el reservorio social, donde por sobretodo la leyenda reaparece, una narrativa surgida a partir de la modulación del ritmo de las estaciones del año y sus visiones abrumadoras de cercanías, aliento a una necesidad de vivir en una metamorfosis a la que no podemos oponernos.

En esa litúrgica que emergen las magnificencias de las procesiones, o las fiestas de las que todos somos partes, o simplemente el saludo coloquial, así la tradición se  va trasmitiendo de susurro a susurro, de voz a voz , por ello quien nació y se afinco en la modorra, en el bostezo, la pulcritud, el añuñuco pueblerino, puede navegar, anidarse cuál cigüeña en el campanario, gozar de la majestad de las lealtades de la aldea y silbar  melodías que a modo de contraseña permiten andar los senderos, calles y caminos siendo reconocidos como unos de los suyos.

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2 Comentarios sobre “La intrínseca provincia

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