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“De vez en diario” se interrumpe drásticamente la conversación con su hija adolescente. Puede ocurrir en cualquier tiempo y lugar, en público o en privado el grito de “nunca me escuchas” taladra los oídos. Pero, hace unos cuantos días, el inquieto retoño inquirió “¿pues no estudiaste comunicación?” Fue apabullante.

Las competencias adquiridas en el tortuoso camino de teorías y metodologías, los ensayos y tesis, no garantizan un mínimo acuerdo entre dos personas que viven bajo el mismo techo; más aún, el “punto ciego” se hizo más grande a medida que se apostó la mira -y la vida-, en la maravillosa senda de la docencia, el periodismo y la locución.

Quizá de algo servirá la propuesta de Paul Watzlawick (1979) porque, definitivamente, hay una crisis en la interacción humana y la comunicación tiene mucho qué ver.

El conjunto de ideas y experimentos comunicológicos -que no necesariamente experiencias- nunca sustituyen ni recrean la ecología de la comunicación interpersonal en la intimidad de la familia, ni siquiera cuando hay intervención terapéutica como la que en su momento planteó la Escuela de Palo Alto. El último recurso en el dramático episodio de desencuentro de intergeneracional, quizá debió ser el primero y  de orden epistemológico ¿de qué se está hablando? ¿A qué se refiere “no escuchar”?

La imagen que viene a mi mente cuando explico qué es la comunicación,  es una manzana “del color que deseen, del tamaño que quieran”. El color y tamaño son  géneros, medios, comunidades, manifestaciones de “lo comunicativo” en textos, conversaciones, programas de radio o tv. De cualquier modo, se trata de comunicación porque su esencia, su corazón con semillas son los componentes epistemológicos que plantea Manuel Martín Serrano (1982): al menos dos actores dispuestos al intercambio; un instrumental biológico o tecnológico para el intercambio; expresiones producidas con el instrumental y, finalmente, las ideas o representaciones que habitan en cada individuo y configuran su pensamiento y particular percepción de la realidad.

La comunicación entre madre e hija falla en casi todos esos aspectos: las representaciones del mundo difieren, las expresiones son inconsistentes (cuando “mira mi amor” se sustituye por “mira niña caprichosa” algo fallará) y la diferencia de edades, emociones y estado de ánimo entre los actores de la comunicación parecen fraguar la lápida para esa conversación.

No es posible renunciar a la búsqueda de conversaciones, sean armónicas o no, entre padres e hijos que ven el mundo desde diferente ángulo. Pero la demanda de la hija no fue “nunca me entiendes” sino “nunca me escuchas” ¿será irrelevante la distinción? Y al indagar se puntualiza “¡nunca me escuchas, por eso no me entiendes!” Menos mal, ya quedó todo claro ¿será? ¿basta con escuchar? No, no es tan fácil.

 

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