Compartir

Para entender la modernidad podemos abordarla desde su doble carácter, el global acumulativo y su carácter expansivo. Lo que engloba las técnicas, saberes, instrumentos, instituciones, y otros soportes que se expanden reticularmente desde un centro hacia las periferias.

Cuando esta modernidad toca una periferia lo realiza gatillando procesos binarios de integración y desintegración de aquellas culturas en que se inserta. Invade territorios, culturas y cuerpos, avanza incesante en su afán de transformación, subordina, somete, neutraliza y adopta formas como alimento para seguir con su desarrollo.

La razón es el centro de gravedad de la modernidad, un leitmotiv que se alzó victorioso sobre el imaginario sagrado que se devela como propio de una era premoderna, territorio donde dios tenía mayor relevancia, donde el centro sacro era casi el único centro.

Será cuando el ser humano comience a dejar de lado ese ser colectivo que todo lo ve, controla y perdona, cuando se alza un pensamiento propio, y en el instante que se materializa la subjetividad, a entender de Hegel, se describe el principio de la modernidad.

La modernidad se ve reflejada en construcciones discursivas y culturales, avanza desde territorios conocidos pero queriendo construir escenarios insospechados. Será la modernidad un proceso constante de creación y destrucción, un neocolonialismo que se apropia del saber, reconfigura las formas de producción y reproducción, fortaleciendo a cada paso su capacidad de adaptación y mimetización.

Habermas señalaba al respecto: “Como el mundo nuevo, el mundo moderno se distingue del antiguo por estar abierto al futuro, el inicio que es la nueva época se repite y perpetúa con cada momento de la actualidad que produce de sí algo nuevo” (1)

La modernidad es una máquina hegemónica que propaga sus sentidos, pero no por ello será infalible en su afán predatorio.

La modernidad ha sido vista como un fragmento de la modernidad de occidente, y algunas veces hemos privilegiado el componente europeo, otras hemos asumido lo hispánico, otras una visión indigenista. Debemos reconocer que no sólo hemos bebido de diversas fuentes para nutrir nuestras certezas, sino que es importante asumirnos y pensarnos como culturas híbridas y culturas refractarias.

Hay ciertos autores que coinciden en enunciar estándares mínimos para que una sociedad se considere compitiendo dentro del campo de la modernidad. Como el grado de urbanización, desarrollo tecnológico, expansión de la educación, entre otros importantes factores para medir el grado de desarrollo.

Pero en América latina la modernidad se ha visto sólo desde el punto de vista económico, lo que se traduce en una crisis de sentido y en una carrera donde apenas se ven los corredores, porque las personas se diluyen en consumidores y las cosas se transfiguran en productos.

Dicho lo anterior, podemos abordar la modernidad en América Latina como un proyecto inconcluso, tal como lo plantea Habermas.

Ostentamos como continente vergonzosos índices en la distribución de la riqueza, el conocimiento, la cultura. Y sin duda, un impedimento para la modernidad han sido los propios dueños del discurso de la modernidad, una elite que torpemente y a corto plazo han vestido a la modernidad sólo con un traje económico.

Encontramos además una dicotomía y tensión entre una mentalidad liberal en lo económico y conservadora en lo valórico. Un ejemplo en este sentido es la influencia de ciertas instituciones como la iglesia católica, quienes trabajan por valores anclados en la era premoderna.

Y ante el poder del relato y las acciones de las instituciones conservadoras encontramos una sociedad poco empoderada y apenas participativa. Una sociedad civil con resistencias que son insuficientes para dar un giro al sistema económico y a la política de la democracia tutelada.

Las ansias de equidad que reflejan las sociedades latinoamericanas reflejan las ansias por ser incluidos en el relato moderno. Y como cada país obedece a sus particulares formas y desarrollo, quizás no debamos hablar de alcanzar la modernidad, sino configura múltiples modernidades.

Debemos lograr cohesión social y creación de identidad colectiva, identidad propia desde la cual hacer frente a modelos foráneos.

Hay en este tránsito una pregunta que inquieta ¿Puede haber un salto desde la premodernidad hacia la postmodernidad sin pasar por el estado intermedio que es la modernidad?

(1) Habermas Jürgen, “El discurso filosófico de la modernidad”, Taurus Humanidades, España 1993. PP. 11-35

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *