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En una hipotética mesa  departen Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Víctor Jara y Clotario Blest. La escena está pintada en el frontis de un local en la calle Lautaro Rosas, que hace unos seis años fue algo así como un restobar, “El sueco”, y luego una pizzería, desde cuyos balcones era posible ver la luna brillando sobre el Pacífico. Ahora la puerta luce cerrada; pero en esa calle, una de las más concurridas los fines de semana en el Cerro Alegre, los locales aparecen y desaparecen.

Igual de fugaces, aunque no todos, son los graffittis  que suman valor  a esta ciudad declarada  patrimonio de la humanidad por la Unesco en 2003, título siempre en riesgo de perderse, como esas casas que se deslizan cada invierno cerro abajo por falta de cimientos firmes.

Trás el nombramiento de la Unesco hubo una  especie de euforia en relación al provecho que podría atraer a la ciudad. Desde entonces la mención ha estado en la cuerda floja y en más de una oportunidad se ha temido una derrota más humillante que la presentación del equipo olímpico chileno en Londres 2012. Seamos justos: en la competencia los atletas dejaron lo mejor de sí luego de exhaustivos entrenamientos. En Valparaíso, el manejo de los recursos dispuestos para preservación de inmuebles y zonas de conservación histórica ha estado asociado a discusiones, medidas no concretadas e incluso a fraude al Fisco.

Nostalgias y helados

Si se considera el creciente número de hoteles (boutique en su mayoría), hostales, apartoteles, simples residenciales, que han aparecido en cerros y en el plano podría decirse que hay un avance notable. El surgimiento de cafeterías, heladerías, restaurantes también podría ser un índice; aunque en algunos casos los nuevos se han cimentado sobre lugares tradicionales que aún son llorados por sus antiguos parroquianos, como en el caso del Café Riquet, en cuyo edificio hoy se encuentra una “botica” y la sucursal de un local estiloso de Santiago, que juega con la estética del “emporio”, pero que ni por espíritu  ni apariencia lo es.

La oferta para los visitantes no cesa de crecer: en la Plaza Sotomayor se inauguró en marzo el recuperado Hotel Reina Victoria, una de las antiguas glorias el puerto (fue construido en 1902). Según recuerdan algunos parroquianos antes funcionaba un bar al lado. Hoy existe una farmacia ¡signo de la época! Sin embargo, la puesta en valor del  viejo edificio (que respetó la construcción interior) incluye una sala en el subterráneo, que su dueño aspira a usar con fines culturales.

Aprovechando la oferta de subsidios, “emprendedores” arquitectos se han dado a la tarea de reconstruir antiguos caserones conservando los muros exteriores para levantar en lo que fuera vivienda familiar verdaderos condominios. Esta especie de mitonimia arquitectónica me produce cierta desazón, sobre todo cuando  me encuentro en lugares donde han desaparecido aquellos techos altos, que permitían imaginar todo tipo de sucesos en sus añosas tablas, reemplazados por planchas de tiza.

Tuve un sentimiento similar cuando visité la antigua estación de trenes, a mediados de julio y la encontré convertida en patio de comidas con profusión de heladerías que, al menos, parecían ser muy bien acogidas por familias enteras que andaban de paseo por el muelle.

El sino de los antiguos locales de las calles céntricas parece ser renovarse o morir. Y la mejor manera de hacerlo es instalar aunque sea un par de mesas para quienes tienen tiempo para conversar una bebida: té, café, cerveza, alcohol en cualquiera de sus formas. Así, una  tradicional tienda de fotografía, la única de la calle Blanco, cedió más de la mitad de su espacio a un café, el Foto Florencia, cuyos dueños o concesionarios armonizan ambos espacios con grandes lámparas, en cuyas pantalla se ha impreso antiguas fotografías del puerto y/o sus habitantes. Un detalle no menor es la existencia de una caja con el rótulo de Libros liberados, iniciativa que permite dejar uno y llevarse otro; también coger uno y leer sin prisa.

Puesta en escena

Independientemente de que el puerto forjó su fama mucho antes de ser declarado patrimonio de la humanidad, la franquicia de la Unesco seguirá siendo tema de debate. La arquitecta Paz Undurraga, de Ciudadanos por Valparaíso, escribió hace unos meses un artículo reproducido en La voz de la Chimba. Dice allí:  “El manejo turístico implementado con la declaratoria de la Unesco ha desatendido la cultura local, subestimando la presencia del habitante común, de su cotidianeidad y auténtica tradición; se ha realizado un recambio, insertando prácticas externas”. Según ella se ha hecho una “puesta en escena” de la ciudad ideando una operación de reconversión a los supuestos estándares y expectativas externas. Ese “mejoramiento” no ha significado una mejor calidad de vida para los porteños, sino por el contrario  en algunos casos ha generado la expulsión de residentes tradicionales y la pérdida de edificios emblemáticos.

Ciudadanos por Valparaíso ha emprendido su campaña propia por el rescate de patrimonio con iniciativas como Lugar valioso, un sello destinado a distinguir sitios de identidad genuina. También fue memorable la campaña “Que nadie nos tape la vista”, para impedir la construcción de edificios altos en el muelle Barón y resguardar la calidad de los cerros como anfiteatros naturales, campaña que tuvo algunos logros pero que no ha detenido los planes del gobierno regional. Otra medida ha sido la creación del sitio nuestrovalparaíso.cl, para propiciar la generación de conocimiento y acumular información relacionada con los intereses locales  buscando así fortalecer la participación ciudadana.

¿Cuáles son los intereses locales? En el cerro Cordillera, la municipalidad ha prestado pintura y mano de obra para remozar las fachadas de los antiguos caserones situados en las cercanías el Museo Lord Cochrane (misma operación se hizo en otros cerros como el San Juan, hace cinco o más años). Azules rojos y amarillos brillan ahora de cara al sol y al mar. Pero el ascensor continúa cerrado y la escalera para subir y bajar se hace estrecha para los caminantes y hay que ser equilibrista, o auténticamente porteño, para descender por la más ancha, la de incontables y estrechos escalones, que retratara Joris Ivens , en los años 60, en su notable documental A Valparaíso

Resulta perturbador revisar las imágenes capturadas por Ivens hace cincuenta años y encontrarse con una ciudad que en muchos aspectos permanece casi igual: con su pobreza atildada, su borrachera, sus ascensores, el orgullo de ser de los habitantes que viven encaramados en los cerros (otra ciudad) de cara a una verdad inmutable e identitaria: el mar.

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