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Josep Martí, secretario de Comunicación de la Generalitat de Cataluña, me confesaba recientemente que en la actual coyuntura “el manual ya no sirve“. Se refería a las tácticas de comunicación que los políticos han practicado con profusión desde la restauración de la democracia, cuya eficacia ha quedado seriamente cuestionada. Profundizando en la conversación, que tuvo lugar en el trascurso de la Netcom celebrada por la delegación de Cataluña de la Asociación de Directivos de Comunicación (Dircom), Josep y yo convinimos que tales prácticas no han sido exclusivas de la política, sino que también se han extendido al mundo de la empresa. Es más, llegamos a admitir que nosotros, los comunicadores, hemos de asumir nuestra cuota de responsabilidad.

¿Y de qué podemos y debemos culparnos? A juicio de Josep Martí, de haber creado y alimentado a vampiros.

La literatura y el cine han estereotipado al vampiro como un ser elegante, eternamente joven, estilizado, atractivo, seductor, presumido, con poderes sobrenaturales, cuyas únicas debilidades son que no resiste la luz del sol y que tiene que alimentarse necesariamente de sangre. Sin embargo, su inmaterialidad queda al descubierto cuando el espejo no refleja su imagen, porque carece de alma“Esos son los políticos que hemos ayudado a crear desde la comunicación“, reconocía Josep. “Y también muchos empresarios y ejecutivos“, añadí yo. Políticos y empresarios sin alma.

En el reinado de la imagen, los vampiros han sido el modelo de referencia. Seres omnipresentes y escurridizos al mismo tiempo, con una palabra pública y otra muy distinta en privado, impulsados por las alas de la notoriedad y temidos por su poder percibido. Al fin y al cabo, fantasmas cubiertos por una sábana de alta costura, actores de un escenario cuyo déficit de luz era compensado por movimientos entre penumbras.

Los profesionales de la comunicación tenemos que hacer un sincero y riguroso examen de conciencia. Realidad y discurso se han distanciado, en algunos casos para no volver a coincidir jamás. Es el pecado de la incoherencia, cuya reiteración ha devenido en inconsistencia, de tal forma que hemos llegado a convertir lo más sólido de nuestro oficio, las palabras, en nubes gaseosas que sobrevuelan una tierra sedienta de verdad.

Somos lo que hacemos, no lo que decimos“, aseguraba el ex ministro Manuel Pimentel en un encuentro cercano con la junta directiva de Dircom. Durante un tiempo ha parecido justamente lo contrario. Sin embargo, somos ambas cosas, lo que hacemos y lo que decimos, siempre y cuando decir y hacer sean verbos amarrados por la coherencia.

Los nuevos tiempos cabalgan a lomos de la desconfianza. El sistema democrático, cuya base es es la confianza en que cada individuo utilice responsablemente su cuota de soberanía y libertad, está amenazado por la falta de credibilidad de las instituciones, los políticos y, en menor medida, los actores sociales, entre ellos, las empresas.

Los ciudadanos sólo recuperarán la confianza si cada cual abandona el personaje que ha estado encarnando, muestra la persona que lo sustenta y realza su personalidad como rasgo de diferenciación. Porque la diferencia entre unos y otros, imprescindible para discernir el bien y el mal y construir referencias, no puede radicar en los hábitos que visten al personaje, fruto de la habilidad de sastres de fantasmas y demás espíritus o de trending topics y hashtags.

Definitivamente, tenemos que matar a Drácula, a ese modelo vampiresco que se alimenta de vanidad, que seduce y no enamora, que oculta su carencia de sustancia bajo un halo de notoriedad o miedo.

Los comunicadores hemos de mirarnos al espejo, otear dentro del resultado de nuestras creaciones y dirigirnos rectamente, sin atajos, hacia la verdad, los hechos y las palabras que los comunican.

Muerto Drácula mediante la estaca de la coherencia, la tribu de los comunicadores tenemos que conjurarnos para conseguir que el canon de belleza no sea el del vampiro, sino el de un personaje mucho más real y humano: Frankenstein, un ser aparentemente monstruoso y sin embargo, mucho más humano que su creador, romántico, deseoso de mostrar su amor por la vida, quien, cuando quiso ser como el común de los mortales, fue desterrado por incomprensión al universo de los distintos.

Frankenstein siempre me pareció mucho más humano que Drácula.

Porque, como comunicadores, nuestra misión no es acompañar, cual esbirros del poder, a los vampiros sin ánima en un mundo de tinieblas, sino contribuir a que cada persona, institución o empresa refleje en el espejo su auténtico ser.

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