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I

 Unos días antes de Navidad apareció de pronto frente a la puerta de mi comunidad. Con fuerte acento dijo en castellano:

– “Hola Isabel. Soy Alonso y vengo llegando de Argentina. Pedro me dio tu dirección. Dime ¿Qué es Alemania? No entiendo nada de nada.” Tuve que reírme. Nunca nadie se había presentado así. En ese momento comenzó una amistad que se mantuvo a lo largo de todos estos años, que incluye nuestras parejas y nuestros hijos.Alonso había llegado a Alemania con un amigo, el que había viajado por motivos amorosos. Fui con los dos al próximo negocio de papas fritas y allí escribí en una servilleta: “Por favor: bitte. Quiero: ich möchte. Papas fritas: Pommes. Mayonesa: Majo. Salchicha: Wurst. Coca Cola: Cola. Gracias: Danke“. Ellos pidieron todo solos. ¡Estaban orgullosísimos! La primera clase de alemán había logrado resultados concretos. Por lo menos ambos podrían sobrevivir un tiempo.

II

En mi comunidad de mujeres reinaba el caos. El departamento olía a jabón para la ducha, champú, perfume, ropa nueva, maquillaje. Las tres mujeres corrían por el departamento con tijeras, cintas, papel de regalo, scotch. Todas querían viajar rápidamente a la casa de sus padres, fuera de Münster. Sólo yo permanecía allí parada, sin meta alguna. Era la única sin casa. O mejor dicho, estas paredes eran mi casa. Chile, mi país, estaba a seis días de correo navideño.

Abrazos rápidos, muchos saludos, apurados pasos escaleras abajo y… de una vez el departamento se volvió silencioso. Afuera ya estaba oscuro. Fui a la cocina para espantar la tristeza con un té caliente. Pero ¡oh, sorpresa! Una montaña de loza sucia me esperaba en el lavaplatos, si aún quería tener mi té caliente.

Afuera brillaba un árbol con las tradicionales luces de Navidad y las campanas, las estúpidas campanas de Münster comenzaron a tañer. Nunca en mi vida me había sentido tan abandonada, sola, triste como en aquel momento. Las lágrimas caían sobre el detergente y se mezclaban con la grasa, los platos, las ollas pegajosas. ¡Yo estaba furiosa! ¡Navidad en Alemania!

Con las manos rugosas – ¡por lo menos estaban calientes! – bebí mi té mientras pensaba en el verano de Chile, los Viejos Pascueros transpirando con 35 grados a la sombra, los amigos, que seguramente estaban comprando a última hora sus regalos en las tiendas abarrotadas de gente. Santiago: repleto de vendedores ambulantes, ladrones, policías, mendigos, niños callejeros, dictadura, funcionarios de corbata desplazándose con sus pantalones bien planchados. Y smog. Mucho smog, ruido y calor…

¡Oh! El teléfono. ¿Quién puede ser? Juan Carlos desde el hospital. María, su mujer, acaba de parir un niño. Debo ir enseguida. Sí, estamos todos bien, sólo agotados, claro. ¡Pero ven!

Con un poco de temor llamo a Alonso. ¿Quién puede estar hoy en su casa, o no tener un compromiso? Sólo yo en todo el planeta, pienso. ¡Pero ya no! Un sentimiento tibio me inunda. Alonso dice ¡Hola! ¡Sí, por supuesto que vamos para allá! ¡Enseguida! Sólo tengo que buscar el bombín porque mi bicicleta no anda muy bien. ¡Sí, frente a la puerta de entrada!

Está frío, oscuro, ni siquiera hay nieve. Pero ahora todo me da lo mismo. La bicicleta va solitaria por las calles congeladas. Un viento helado me sopla en la cara. Muchas ventanas están decoradas con guirnaldas de luces y el ambiente está terriblemente navideño.

En el hospital está todo silencioso, tibio, amable. Alonso espera con una botella de vino en la mano. En mi bolso tengo galletas. Así nos encontramos con Juan Carlos, María y el niño, con abrazos tiernos y silenciosos, para no despertar a las demás mujeres y recién nacidos en la pieza. Nos sentamos todos alrededor de la cama de María y el niño, que está tomando pecho. Después comemos juntos galletas. Y cuidamos que no caigan las migas.

 

(de: “Curiosas plantas/ Seltsame Pflanzen”, Isabel Lipthay, Unrast Verlag, Alemania, 1995).

Isabel Lipthay es periodista, escritora, cantante. Vive en Alemania.

www.contraviento.de

 

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