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Antes de ir a la historia, algunos principios. La pasión por el fútbol me anima desde que mi padre me enseñó a leer en su amada colección de la revista Estadio. Años ha, con arrebato, en la revista Canelo titulé un número especial sobre fútbol como El Gol: orgasmo de los ángeles. Esa vez hacia un reconocimiento incondicional a Maradona, pese a sirios y troyanos que le critican por sus excesos callejeros, olvidando que en el rectángulo sagrado lisa y llanamente fue un Dios. También evocaba las sabias palabras de Albert Camus: todo lo que sé sobre la vida lo aprendí cuando niño en una cancha de fútbol. El Nobel francés lo aprendió en los arrabales de Argel, mientras nosotros hicimos lo propio en nuestras chilenas pichangas, cuando emergía la risa y el llanto, la euforia del gol, por supuesto, la desolación en la derrota, gestos egoístas y gestos generosos.

Confeso de una pasión, ahora vale recordar el sorprendente y complejo origen del actual fútbol estilizado. Resulta fascinante explorar cómo se convirtió en pasión popular en la modernidad globalizada, luego de su nacimiento en los pudientes patios de colegios y universidades inglesas. Solemos olvidar que el juego de 11 contra 11, sin usar las manos, salvo el arquero, no nació en el estado llano sino en los parques del Reino Unido donde lo empezaron a prácticar educados jóvenes de aires imperiales. Será solo con el moroso paso de los años, cuando el bello arte colectivo irá seduciendo a casi todos los pueblos del mundo.

En el Imperio británico, en plena era victoriana, el pueblo inglés jugaba desde antaño un deporte llamado football, pie-balón, que en rigor era más parecido al actual rugby, al fútbol americano o al footy australiano (estos últimos permiten el uso de manos y pies, violento y de mucho contacto físico). Eso ocurría hasta que algunos rebeldes estudiantes de la burguesía y aristocracia inglesa, en colegios tan exclusivos como el Eton y luego en las universidades de Cambridge y Oxford, desde mediados del siglo XIX empezaron a separar aguas con lo que se llamaba código rugby; código que en la época formalizaba a la suerte de “pandilla” que corría tras una pelota, casi a golpes, y usando manos y piernas. Ajenos a ese código o tradición, los “señoritos” educados habían empezado a practicar un nuevo estilo, sin manos y con menos contacto físico, un emergente y estilizado football. Como se lee, en la génesis hubo una disputa de formas. Los universitarios no querían más tocar el balón con las manos y preferían jugar algo menos violento, con nuevas reglas. Eran rebeldes y refinados. El football del código rugby conectaba con el pasado y el polvo del pueblo inglés. En cambio, el fútbol nuevo, el estiloso, solo con los pies y en son de baile, partió en los patios de escuelas y universidades e inicio la conquista de casi todas las calles del mundo.

De este bello origen, devienen varias derivas. Una que explica por qué en Estados Unidos y en Australia no cuajó el fútbol estilizado. Allí mayoritariamente inmigró el simple y profundo estado llano del Reino Unido, que jugaba basado en el código rugby. De ahí, un solo paso para que, con sus propias especificidades, el juego plebeyo derivara hacia el fútbol americano como pasión “gringa” y el footy como pasión australiana. El nuevo fútbol con estilo, en ese momento acotado a los señoritos ingleses, obviamente era imposible que prendiera en naciones con origen masivo en el pueblo que venía de la isla europea.

En cambio, en nuestra América mestiza ocurrió otra deriva.A finales del siglo XIX muchos jóvenes ingenieros ingleses vinieron a trabajar en la construcción de las líneas de ferrocarril. Ellos, desde las aulas del norte, trajeron el fútbol estilizado y acá, en el sur, lo empezaron a jugar a la vera de las obras viales. Ahí los observaba un pueblo moreno y curioso. Niños y jóvenes sencillos que, vaya cosa, resultaron tan buenos aprendices que en sus polvorientas canchas en el siglo XX nacerían los mejores. En Brasil, Garrincha y Pelé. En Argentina, Di Estefano, el Dios del fútbol y Messi. En Uruguay , muchos Obdulios. En Chile, Mario Galindo, talentoso lateral ofensivo, pionero en el mundo, el genio de Caszelli y Alexis, er niño maravilla.

Ese origen, a la orilla del tren y emulando a los ingleses, explica, por ejemplo, los nombres anglosajones de los primeros teams y el gusto del pueblo latinoamericano por los equipos que nacieron al amparo de los ferrocarriles. Deportivo Ferroviarios en Santiago, Peñarol en Montevideo, Rangers en Talca (un mix entre ferrocarrileros y estudiantes), Ferrocarril Oeste en Buenos Aires, Fernández Vial en Concepción. No en vano los brasileños han decidido iniciar la Copa Mundial del 2014 en el lugar donde comenzó todo: en Sao Paulo. Así lo han narrado en sus promociones del mundial: “Charles Miller, que estudió y aprendió a jugar el fútbol con estilo en Hampshire, Inglaterra, vino en 1894 a Sao Paulo para trabajar en el ferrocarril. En la maleta trajo dos balones, un par de botas, un libro de reglas y dos uniformes. Ese fue el desembarco del fútbol. Acá fundó el primer club de fútbol del país, el Sao Paulo Athletic”.

La última deriva fue en Europa. Allí fueron jóvenes pudientes de países continentales quienes después de estudiar en universidades de Inglaterra regresaron a sus hogares llevando en la piel el extraño deporte de los isleños. En los países europeos continentales, el fútbol estilizado a la larga también seduciría a católicos y protestantes. Primero, en su arribo a colegios exclusivos, jugarlo fue un gesto de jóvenes rebeldes ante el torpe nacionalismo que a poco andar llevaría a los europeos de allá y acá a cruentas guerras. Luego, poco a poco, fue ganando la simpatía de los pueblos de Europa.

El hermoso film The Great Dream (2011) narra con maestría cómo nació la pasión del juego en Alemania. Una breve sinopsis: un joven profesor a finales del siglo XIX es contratado por un democrático director de ideas avanzadas en un colegio de la cuenca del Ruhr. En un gesto innovador, el director había decidido incorporar en el currículo la enseñanza del inglés (cosa que alarmó al nacionalismo alemán). El joven era ideal para hacerlo pues venía recién de estudiar en Londres. En el aula, los chicos no gustaban de la nueva lengua y azuzados por sus padres autoritarios y nacionalistas boicotean al nuevo profesor. Entonces, eureka, al joven maestro alemán se le ocurre enseñar el inglés jugando al fútbol, es decir, en tal acto va enseñando las santas palabras: corner, goal, goalkeeper, foot, ball, penalty… El resultado fue inmediato: la clase de inglés se transforma en una clase de juego de fútbol, los reaccionarios del pueblo lo resisten, los niños de fiesta, el más sencillo y pequeño de la clase resulta muy bueno con el balón, los adolescentes influenciados por padres taimados insisten en sus tonteras, pero, al final, también sucumben ante una pasión emergente. Historias parecidas se repiten en los otros países de Europa.

En los créditos del film leemos que ese fue apenas el principio. Más tarde vendría su periplo por Alemania, prohibiciones mediante. En muchas regiones estuvo vetado por décadas, incluso en Bavaria, sí, en la tierra del glorioso Bayern Munich (en cuyas cervecerías Hitler inició su fatídico y moderno encantamiento colectivo), la ley prohibió practicarlo en los colegios hasta 1927 (apenas tres años antes del primer mundial en el templo mayor: el Estadio Centenario de Montevideo).

La historia posterior la conocemos. A poco andar será con el fútbol como los alemanes empiezan a recuperar el honor y dignidad, tras la vergüenza por su error y horror nacionalsocialista. En 1954, en Suiza, en lo que se conoce como El Milagro de Berna (sugiero ver la película homónima), Alemania alzó por primera vez la copa mundial, luego de vencer en un partido épico a la entonces imbatible Hungría liderada por la zurda genial de Ferenc Puskás. Desde esos años el equipo blanco ha sido protagonista del cielo verde. He ahí hoy el deslumbrante Mesut Özil para probarlo.


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