Compartir

Para muchos niños de entonces mi abuelo era “el” viejo pascuero. Todavía deben tener guardadas sus fotos con él, destiñéndose juntos en un cajón o en algún álbum de fotografías. Ese papel se incubó un 25 de diciembre cuando él iba caminando por la calle y unos niños que estrenaban sus regalos lo vieron y se pusieron a gritar “¡Miren! ¡El viejo pascuero!” El abuelo rápidamente se metió en el personaje y comenzó a “adivinar” los presentes que “les había traído la noche anterior” (que brillaban de nuevos). Al año siguiente se transformaría en viejo pascuero oficial, con traje, gorro y trineo.

Yo lo conocí antes. Fue mi gran amigo mágico, siempre un maestro.  Uno de los tantos mundos que abrió para mí fue el de las aves: reconocerlas por su aspecto, por su canto, por su vuelo. El laboratorio habitual era el Cerro San Cristobal, pero también cualquier paseo fuera de Santiago. Siempre estaba atento, o me hacía estar atento, a algún trino, movimiento, o color asombroso.

Una vez adoptó un mirlo. Durante meses voló dentro de la casa o en el patio, y siempre volvía a posarse en el hombro, el brazo o la cabeza de mi abuelo, que se divertía tanto como yo con las travesuras de su negro compañero. Hasta que un día partió a encontrarse con los suyos.

En estas fechas, cuando  algún amigo plumífero se hace presente es imposible no imaginarlo como un mensaje del abuelo.

Ayer salí a ver de qué se trataba un inusual y sonoro golpeteo de maderas que nunca había escuchado. Ahí estaba, visitándome por primera vez, anunciando la navidad, un pájaro carpintero.

Nuestros ancestros viven en nosotros, así como nosotros viviremos en los que nos sobrevivirán. Los presentes están en nuestros corazones.

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *