Compartir

Juan Cruz, ese excelente observador de la realidad desde su blog en El País, alertaba recientemente contra “la tentación amarilla” en la que podrían caer muchos medios a propósito del último suceso que ha conmovido a la opinión pública a través de la publicada: la desaparición de los niños cordobesesRuth y José.

Todos los elementos (sobre todo los elementos gráficos) de una noticia no son legítimos, aunque sean naturales y asequibles, y aunque puedan ofrecer el interés amarillento que demanda una población cada más interesada en conocer aquello que más le perturbe“, escribía Juan Cruz tras el giro dado por el caso a raíz de un nuevo informe forense de unos restos óseos encontrados en una finca de la familia del padre de los niños y principal sospechoso, José Bretón.

El escritor canario culminaba su artículo con una clara censura del periodismo concebido como un generador de espectáculos: “Detrás hay solo la intención de llamar a los lectores o a los televidentes a que miren desde la primera fila las heridas del horror, y a que lo hagan como si estuvieran asistiendo a un espectáculo más“.

Ese periodismo estomacal, que busca el encogimiento de la víscera sin más pretensión que el entretenimiento, no es un comportamiento aislado o exclusivo del relato informativo. Zygmunt Bauman lo atribuiría a la superficialidad de una “sociedad líquida”, una organización que ve en la comunidad un proveedor de servicios y protección más que un espacio de relación. La burbuja más dañina hinchada durante los años de la exuberancia no ha sido de índole económica, sino moral. El déficit de compromiso ha devenido en un reblandecimiento de las convicciones que, por mor de un pragmatismo de inspiración partidaria, ha provocado una relajación de los modelos de conducta.

Habitamos una sociedad con una epidermis muy extendida, poco profunda y muy sensible a la alarma social. Una capa de piel muy excitable que ahoga los sentimientos en emociones y amenza con convertir en estructural aquello que debería ser meramente coyuntural. Ese ecosistema social es el caldo de cultivo ideal para que la superficialidad, prima hermana de la frivolidad, imponga su ley, la norma que dicta aquello que a fuerza de ser común o normal parece lo lógico o natural.

El virus de la inconsistencia no ha prendido sólo en los medios de comunicación, sobremanera en los audiovisuales, sino en todos los ámbitos de la comunicación. La aceleración propiciada por el increíble avance de los sistemas de información ha favorecido la propagación de la dolencia. Eslóganes de usar y tirar, discursos construidos con frases hechas, mensajes-cáscara diseñados a conveniencia y brechas inverosímiles entre lo que se dice y lo que luego se hace han convertido a menudo el relato comunicacional en un ejercicio táctico, de corto recorrido y -he aquí la gravedad-  prescindible.

Los profesionales de la comunicación nos hemos dejado arrastrar con frecuencia por esa avenida de aguas poco cristalinas cuya fuerza seduce a la vista y encoge el corazón. También nosotros hemos buscado la reacción inmediata, casi a modo de retuit emocional, el recurso a la víscera, la fotografía del personaje como coartada, el titular como excusa y la relación personal con el interlocutor, a menudo periodista, en detrimento de la profesional. En ocasiones nos hemos dejado viralizar y así hemos perdido el sentido de la comunicación.

La notoriedad nos ha seducido, hasta el punto de que hemos llegado a acostarnos con el ruido convencidos de que lo hacíamos con la eficacia.Entre el periodismo y la comunicación no hay vencedores ni vencidos, ni trincheras militantes. Somos dos oficios que coinciden en medio del discurrir informativo de un río que cuanto menos profundo sea más efímero será su recorrido. La espuma contaminante siempre se concentra en la superficie y tiende a quedar retenida en los requiebros de su curso.

El rigor, la transparencia, la coherencia, la consistencia y la perseverancia son los antídotos contra una epidemia de amarillismo que no sólo se manifiesta en las noticias que escribe la sangre o los latidos del corazón, sino también en la práctica de una comunicación que prima la forma sobre el fondo y que deja en el aire las preguntas esenciales, incluso con el cínico convencimiento de que ni siquiera los siguientes emisores se ocuparán de contestarlas.

Por eso, yo también me acuso. Y al hacerlo reafirmo mi compromiso con una profesión que debe ser cada vez más estratégica, cuya misión es convertir en sólido aquello que, por su naturaleza, tiende a permanecer en estado líquido o gaseoso, con la convicción de que la única forma de cambiar el mundo es profundizando en el cuidado de sus raíces, sin andarse por las ramas.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *