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Hoy los alumnos y alumnas pasan demasiadas horas en las aulas de clases. Se piensa que de esta manera podrían aumentar los aprendizajes, y lograr con esta medida el mejorar ciertos estándares internacionales. Es decir, con una medida cuantitativa y formal, se pretende un mejoramiento cualitativo sustancial. Manifiesto mi desacuerdo y creo que se debe hoy nadar, otra vez, contra la corriente.

Siempre he pensado que es exagerado pasar numerosas horas encerrados en una sala de clases. Recuerdo que en mis tiempos de colegial sufría con las extensas horas escuchando, o tratando de escuchar, a mis docentes. Desde esa época creía que existía una escasa eficiencia en la administración de las sesiones pedagógicas. Nunca he creído que a mayor cantidad de horas de aula, mayores serían los aprendizajes logrados. Por el contrario, aprendí más estudiando las materias en mi casa o en el tiempo que dediqué con interés a la lectura regular y disciplinada de diversos libros.

Deberían existir horas de aula dedicadas, como siempre, a la transmisión de conocimientos de una manera conductista. En esas sesiones, se deberían proporcionar y aclarar las principales definiciones e instrumentos conceptuales de las distintas disciplinas para que los alumnos puedan continuar avanzando luego de manera mucho más autónoma; otras horas de la misma jornada diaria, dedicadas a la discusión grupal y plenamente participativa de los alumnos respecto de ciertos temas escogidos y, otras consagradas al control de sesiones de lectura dirigida, o de laboratorio o de ejercicios aplicados.

Como es de suponer, las primeras sesiones serían las que actualmente existen, aunque mucho más reducidas en minutos, pero curricularmente más precisadas en sus contenidos y alcances. Las segundas, deberían intentar lograr habilidades generales y específicas y, las últimas, mejorar guiadamente el trabajo de lecturas, de ejercicios matemáticos y de laboratorio experimental, así como también, con la intención de crear disciplina de estudio permanente en los alumnos.

Se ordenáramos el trabajo académico diario de esta manera, lograríamos que fuera más soportable espiritual y cotidianamente, la relación entre los académicos y los alumnos. Los profesores deberían dedicarse en aula sólo a las materias estimadas como más complejas, dejando para el trabajo individual del alumno aquellas consideradas de desarrollo próximo o más accesibles para ellos. A mi juicio, con estas medidas, de fácil aplicación y coherentemente tomadas, mejorarían y se dinamizarían los aprendizajes logrados.

En la forma actual, el docente se ve abrumado por la cantidad de sesiones que debe impartir. Personalmente he podido experimentar el agotamiento que se produce con más de seis horas pedagógicas diarias y, eso que las mías, son clases universitarias y no debo pugnar en exceso con las faltas disciplinarias de mis alumnos. Es evidente que los profesores de colegio o liceo poseen una excesiva e irracional carga horaria. No les queda mucho tiempo para la preparación de clases y, menos, para poder evaluar razonablemente bien a sus alumnos. Estos dos problemas son muy serios y, copulativamente, hoy afectan decisivamente la eficiencia educativa del sistema educacional chileno.

Todo lo anterior, como ya lo he señalado, tendría una mejor solución si disminuyéramos las horas de relación directa y tradicional entre profesores y alumnos y, eso no significa, como lo podrían entender algunos directivos de colegios, como una posibilidad real de bajarles la renta a sus profesores. Se trata de mejorar los aprendizajes sin que ello signifique reducir las horas de estadía de los alumnos y profesores en sus colegios o liceos. Estamos hablando de redistribuir, de ordenar, de esquematizar de manera distinta a la tradicionalmente existente, que claramente ha fracasado en sus metas educacionales en nuestro país.

 

 Fotografía de Mariluz Soto

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