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Conmemoro el Golpe de Estado en Chile compartiendo lo que escuché y viví:

Del libro “Cartas de la Memoria”, patrimonio epistolar de una generación de mujeres chilenas. 

La mano de mi mamá era una garra que se incrustó en mi brazo esa mañana temprano. Era 11 de septiembre. El día anterior varios amigos habíamos estado en el cordón Cerrillos junto a ellos, los obreros, los compañeros, planeando estrategias en caso de golpe militar. Niños planificando absurdos, sin medios, sin saber de los abismos, sin conocer, como fisura profunda en la carne, el testimonio de la violencia real. Ningún estudiante, ningún obrero, ningún campesino, sabía matar, disparar, herir… Todos conocíamos el don de la palabra inflamada por las ideas.

“Algo pasa, algo grave pasa, los marinos, Maluchita… los marinos se sublevaron”, me dijo desencajada mi mamá.

Los golpes militares, la violencia, las guerras, las invasiones bárbaras, no son cosas de mujeres.

El teléfono no paraba de sonar, incansable. Mi papá de viaje por tierras lejanas, ausente. Juanita, nuestra asesora del hogar de toda la vida, partió a su casa. Mi mamá prefirió así, no sabíamos qué podía pasar. Que se fuera, que a salvo. Todo era incierto.

Ya íbamos en la renoleta,  “La zancuda azul”. Mi mamá tensa, asustada, rumbo a la Escuela Coreográfica del Ministerio de Educación. Yo pensaba en sus amigas. Dos noches antes, en el living moderno de mi casa, se había dado una cofradía de mujeres. Eran las esposas de los que construían desde La Moneda y otros frentes, este sueño imperfecto. Ellas olfateaban el fin. ¡Tenían miedo! Tanto llamado a la insurrección, tanta invitación a los fierros, al uniforme… En mi fuero interno, mientras me enroscaba en un sofá más lejano, pensaba: “Viejas… no entienden nada”, y lanzaba mi discurso sobre coyunturas, estrategias, contexto latinoamericano.

Mi mamá era la directora de la Escuela Coreográfica, quería estar en su puesto, dar la cara, ver qué se podía hacer, ayudar de algún modo a “sus niñitas”, a “sus muchachitos” que provenían de los barrios pobres de nuestro Santiago que, hoy, amanecía roto, acribillado, sitiado. Cada tanto se desmayaba al ver cuerpos tirados en la vereda. Yo no sabía manejar. Esto era de verdad.

Sacamos documentos, muchos libros, material de propaganda de los maestros. No había llegado nadie a estudiar. Tampoco profesores, sólo uno, Rodolfo Reyes, bailarín que venía de México a vivir el proceso chileno y enseñar folklore. Salió rapidísimo, iba pálido. ¿Qué será de él?

Mi mamá recorrió los pasillos como si arrastrara su vida toda. Recorrió esos muros blancos, las puertas azules, intentando grabar en su mente cada recoveco de la madera, cada piquete en la pintura. Se miró, desde certezas y visiones esperpénticas de lo que venía, en los grandes espejos de las salas de clases. Los mismos que habían mirado asombrados a esas niñas y niños de La Pintana, El Cortijo, La Victoria, Nueva La Habana, Ángela Davis, La Legua, todas poblaciones marginales, campamentos tomados. Esos niños y niñas llegaban hasta ahí al diario entrenamiento del bailarín. Los pianos cerrados recordaban melodías que no volverían a sonar. Ella cerró la puerta de la casona con llave. Nunca más se volvió a abrir para el arte de esa manera. Nunca más entraron, masivamente, al un, dos, tres, de las rigurosas clases de danza, las niñas y niños de nuestro pueblo.

A la vuelta, en Vitacura, chocamos con una citroneta. Nos incrustamos en un muro alto donde bailaban aromáticas flores de la pluma. El chofer se bajó acezando después de una vuelta de campana. Comprobó que estábamos vivas, que no había sangre ni huesos rotos. Nos miramos de una manera extraña, reconociéndonos, y el reanudó su carrera. Lo dejamos ir, comprendiendo.

La gente en nuestro barrio había puesto banderas chilenas. La euforia reinaba, descorchaban champaña, se juntaban los unos con los otros, reían, habían sido liberados. Cuecas chilenas, tiqui, tiqui, ti, se oían, marchas militares. Muchos chilenos festejaban.

Mi Flaco, el que me mordía el lóbulo de la oreja con tanta concentración,  estaba en el metro. Ahí trabajaba además de estudiar Filosofía en la Universidad Chile. Logramos hablar por teléfono justo después del discurso de Allende: “…más temprano que tarde se abrirán las anchas Alamedas…”. Mi Flaco me describía el ánimo de los obreros, sus rostros desencajados, estaban dispuestos a todo con dos pistolas que nadie sabía usar. Habían decidido defender el lugar contra todo el que quisiera terminar con sus sueños. Yo lo apoyé y lo incentivé. El delirio era colectivo.

Con Carmen María, mi cuñada, llorábamos.

Los golpes militares, las guerras, las invasiones bárbaras, no son cosas de mujeres.

Los días que siguieron convirtieron mi casa en refugio. Mi papá trabajaba en las Naciones Unidas por lo que todos los fugitivos pensaban que ahí había cobijo. Con mi mamá preparábamos grandes ollas de porotos, de lentejas, de garbanzos. La gente durmiendo en el suelo, de a dos y tres en las camas, tejiendo suposiciones, haciendo eco de rumores: Prat venía desde el sur a liberarnos… Diez y siete años duró lo que fue un horror para nosotros…

Libro Cartas de la memoria

Querida Pame:

…No reconocerías nuestro querido Liceo Manuel de Salas cuando éramos casi vanguardia, recibíamos el medio litro de leche, hacíamos trabajos, defendíamos la ENU y los ojos estaban puestos en nosotros.

¿Te acordaí cuando nos fue a visitar al colegio la Valentina Tereskova? No sé por qué nos dio ese ataque de risa con su forma de hablar… Hasta a mí me dieron ganas de ser astronauta como ella. Yo sentía que despertaba para ir a “pasarlo bien” al colegio. Te apuesto que tú también. Era maravilloso y de un día para otro,  los aviones rasantes, caos, lágrimas, dejar el colegio en manos de alguien que no conocíamos. Una de las cosas que me amargan y me dan ira y siento dolor de guata es que ahora nos obligan a cantar la canción nacional formados como milicos en el patio. ¡Nuestro patio! Cuando cantan esa parte de la canción que dice “vuestros nobles valientes soldados” apretamos los dientes. Nos cambiaron la alegría por la disciplina, nos enrejaron el parque del colegio. ¡¿Te imaginas?!   Cada vez que podemos rayamos pizarrones, quebramos vidrios, ya nada es nuestro, las cosas perdieron su valor. Todo eso te lo saltaste. Nos desalojaron y tú, mi amiga, te fuiste sin despedirte, arrancando y fue como quedarme sin un pedazo mío. Te juro Pame. Nuestra amistad es tan linda que no puedo aceptar que estés en Bulgaria y yo acá. Si estuvieras aquí creo que todo sería mejor porque nos acompañaríamos. El Gato también se fue con su mamá. De su papá, cómo ya te había contado, no se sabe nada. Así es que me quedé tan sola, sin mi amor y sin ti, mi amiga.

Adela

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2 Comentarios sobre “Cartas de la memoria: patrimonio de mujeres chilenas

  1. Viviamos en Nogales un pueblo al lado de La Calera,nuestra casa era vecina del cuartel de Carabineros,compartiamos com los carabineros, eran muchachos y hombres sencillos,cuando mi madre hacia pan amasado, ellos ,preguntaban tim idamente si les vendiamos,siempre les pasabamos algunos para el turno de la noche,mi padrastro ,funcionario municipal,fué salvado por el Capitan,el 11 de Septiembre, El le dijo, vecino fondeese! los milicos viene a detenerlo,Así salio el de su casa,con un paletó al hombro,un pequeño maletin,no lo volví a ver en un año,era buscado por ser de izquierda, su hermano, subdelegado de la Calera Victor Cardenas es hoy detenido.desaparecido,a El lo salvo nuestro vecino el capitan,uno que se hizo celebre despues por pilotear el elicoptero, cuando degollaron a Parada, Natino,Guerrero.

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