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Chile vive claramente un término de ciclo político de marca mayor. Es más, está evidenciando un cambio social y cultural como pocas veces lo ha experimentado en su historia.

No ternemos aún las certezas sobre cómo será el país que emerja de ese cambio, pero si advertimos meridianamente los ejes sobre los cuales se desarrollará una profunda transformación: organización política, derechos civiles, distribución de la riqueza, bases del desarrollo; temas todos que van al fondo de los problemas que nos han aquejado y que muchas veces no hemos sabido resolver.

No pretendo resumir aquí cuales serían aquellos puntos debatibles ni enumerar las materias que deberemos resolver para alcanzar un pacto social que posibilite un mejor futuro para el país.

Sería una tarea abrumadora e inútil, pues la magnitud del cambio que experimentamos no nos permite dimensionar las innumerables variables que están en juego y cómo ellas lograrán estabilizarse.

Lo que haré será un ejercicio modesto de recoger lo que, a mi juicio, son aquellos aspectos centrales que han moldeado la forma de ser del chileno y cómo percibe el Estado, la sociedad, el país.

Chile  es el resultado de fuerzas profundamente conservadoras que con desigual fortuna han visto replegarse y amoldarse ante los embates modernizadores de otras fuerzas más liberales, que han logrado equilibrios más o menos estables durante casi 200 años de vida republicana.

Y estas fuerzas conservadoras han estado representadas por hombres brillantes, apasionados, que han sabido encarnar en su momento, los anhelos de mayorías o bien de encauzar a las fuerzas que ejercían el poder.

El primero de ellos es Diego Portales. El poder que tuvo  aquel que siempre busco los puestos secundarios lo administró siempre para permitir que se asentarán unas ideas profundamente autoritarias, proclives al orden. Desprecio profundamente las ideas liberales y de representación popular. Su famosa carta a José Manuel  Cea (1822) es prístina en sus ideas “A mí las cosas políticas no me interesan, pero como buen ciudadano puedo opinar con toda libertad y aún censurar los actos del Gobierno. La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La Monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra y ¿qué ganamos? La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes.”.  Portales fue y es el gran modelo de hombre de Estado en Chile. De tanto en tanto se le invoca. Su ideal de Gobierno fuerte, centralizador, autoritario e impersonal se mantiene vigente en muchos. Fue el modelo que trató de mostrar como el  ideal por la dictadura militar. Lo que no dijeron de Portales eso sí, fue que también desconfiaba de los militares, de la hegemonía norteamericana y sentía un profundo desprecio por el caudillismo, por eso  se opuso al retorno de O’Higgins al que condenó a morir en el exilio.

Portales favoreció con sus acciones un modelo de país profundamente autoritario; su muerte entregó el mártir que el Estado centralizador y fuerte demandaba.

Ni Francisco Bilbao, Vicuña Mackenna o Balmaceda lograron minar esa concepción de Estado garante del orden y desconfiado del pueblo, implícita en la Constitución de 1833. Cosa paradójica, puesto que Portales nunca creyó en el constitucionalismo y era un hombre más bien pragmático.

A principios del siglo XX era evidente que el país vivía una crisis política, social y cultural. Enrique Mac Iver es una de las luces morales de Chile, logró sintetizar esa situación de crisis que el califica de moral. Su famoso discurso sobre la crisis moral de la República el 01 de agosto de 1900 nos  describe un estado de podredumbre ético, de mal gobierno, de ausencia de cultura cívica, de escaso crecimiento económico, de falta de emprendimiento, de decadencia social.  Uno de sus párrafos iníciales describe un estado de cosas decepcionante y desesperanzador “Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad. No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos; pero ¿tendremos también mayor seguridad; tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y del honor, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideales más perfectos y aspiraciones más nobles, mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra, ¿progresamos”. La claridad del diagnóstico y de la bancarrota política y social del modelo de desarrollo social, económico y político caló profundamente en la sociedad chilena, aunque no deja de ser llamativo que Mac Iver, un masón, liberal, progresista y modernizador, vea con melancolía el Estado portaliano que ha sido corrompido políticamente por el parlamentarismo.

Veinte años más tarde, el Estado propiciado por Portales se caía, por uno más  moderno y liberal, que tuvo la singular virtud de promover una creciente ampliación de su base social (clase media, obreros, campesinos), donde el juego democrático se fue perfeccionando ( voto universal, sufragio femenino, cédula única, garantías constitucionales), pero que al final colapsó por la incapacidad de  resolver las crecientes tensiones producto de  la incapacidad de generar un correlato entre derechos políticos y acceso a los derechos sociales y económicos.

En ese período, las fuerzas más conservadoras sufrieron un evidente  quiebre. Producto de la Doctrina Social  de la Iglesia, una  creciente corriente de la ética católica chilena adquirió conciencia de la dramática situación social que afectaba a la población nacional, producto de una acumulación de la riqueza vergonzosa, pero también de estructuras políticas y sociales que estaban anquilosadas y que perpetuaban la pobreza, la desigualdad y detenían el desarrollo económico (fundamentalmente la hacienda rural,  origen de todos los males, y a economía  extractiva). Hubo tres personalidades brillantes de este sector, que manteniendo su distintivo conservadurismo, trataron de interpretar Chile desde una visión más humanista y misericordiosa.

Fue Francisco Vives el maestro de Alberto Hurtado, Manuel Larrain (Obispo de Talca) y Alberto Hurtado. De los discípulos, fue Alberto Hurtado el más relevante, puesto que a su carisma natural, por el que atrajo a jóvenes, intelectuales y obreros, sumo un pensamiento agudo y profundo,  cuestionador del orden de cosas imperante en Chile en la primera mitad del siglo XX. La obra y los escritos de Alberto Hurtado son demoledores contra una sociedad en la cual el mensaje cristiano no ha calado. En su obra “¿Es Chile un país católico?” (1944), escribe “El más aparente de nuestros problemas es el de la miseria de nuestro pueblo, que tiene como primera causa la falta de educación, más otros factor- de orden moral y económico.” Y agrega “La miseria en que vive nuestro pueblo es grande. Los salarios no bastan para llenar en muchas industrias y zonas agrícolas las necesidades de un individuo, menos de la familia, en forma humana”. Y concluye “Esta miseria material y moral en que vive nuestro pueblo, de la cual va siendo cada día más consciente, lo trae profundamente amargado. Se vuelve hosco, desconfiado, receloso”. Alberto Hurtado, concluye que Chile no puede ser considerado un país católico en tanto no haya justicia, especialmente con los obreros y los campesinos.

Este mandato social caló profundamente en la juventud católica de la época y significó una tensión permanente hasta fines del siglo, puesto que implicó vigorosos movimientos políticos que con su presencia dinamizaron la vida nacional, como lo fueron la Democracia Cristiana y el MAPU.

Pero quien mejor encarnó esta  llamada moral para  repensar Chile desde una postura cristiana fue, sin lugar a dudas, el Cardenal Silva Henríquez. El Cardenal Silva fue una de las personalidades más vigorosas, potentes y controversiales de nuestra historia. Convencido en su postura aristocrática que encarnaba a Chile, fue capaz de entonar una definición tremendamente  motivadora y elocuente: el Alma de Chile.

En 1974, el Cardenal Silva Henríquez señalaba. “Chile tiene su alma. Cataclismos naturales, potentes apetitos foráneos, guerras externas y largas noches de interna disensión, hasta el odio; pobreza, sufrimiento – el sufrimiento más terrible de todos -, no amar al hermano, no han podido arrebatarle a Chile su alma. Y en esta hora nos estremece también la esperanza. Chile quiere seguir siendo Chile. Chile anhela empezar otra vez, estar como antes, como siempre, a la cabeza del Reino de los grandes valores; pequeño y limitado, tal vez, en su potencia económica; grande y desbordante en su riqueza de espíritu. Un formidable ímpetu de reencuentro y reconciliación surge y quisiera imponerse entre nosotros: reencuentro con nuestro ser original, reconciliación con nuestra tarea y destino y con todos aquellos que por sangre y espíritus caminan con nosotros. Esta afirmación imperativa de nuestra propia identidad se dejará solamente encontrar en la fidelidad a nuestra tradición.”

El Cardenal vuelve a señalar que el camino de Chile es retornar a la tradición, que vincula con su cristianismo, su apego al orden jurídico y su lucha por la libertad, así como una vocación de justicia. Lo dice en un momento especialmente grave para nuestra historia.

Paralelo a este esfuerzo por darle un carácter más social al conservadurismo, otro sector fraguaba exactamente lo contrario: profundizar en el integrismo y retroceder cualquier avance y social. Su mayor encarnación fue Jaime Guzmán Errázuriz. Hijo intelectual del historiador Jaime Eyzaguirre (que pensaba que la separación Iglesia Estado de 1925 había sido la peor tragedia nacional), montó en 1969, como respuesta la Reforma de la Universidad Católica, un movimiento – el gremialismo- que recuperaba viejas doctrinas medievales y una no desmentida deuda con el corporativismo de  de Salazar y el nacional catolicismo de Primo de Rivera y Franco, además de un furibundo anti marxismo y un acentuado tradicionalismo. Su metódica crítica al Gobierno de Allende, a la DC, al Cardenal Silva y a cualquier atisbo de modernidad tuvieron campo propicio en la dictadura, donde montó toda un estructura de poder que galvanizó su pensamiento político, social y económico, aprovechando las enseñanzas de Von Hayek y utilizando el poder militar para implantarlas, casi sin oposición y de una manera concienzuda y profunda. Guzmán fue capaz de formular un Estado autoritario y una sociedad libre, acomodando la democracia dentro de un conservadurismo liberal por medio del concepto hayekiano de democracia instrumental (la democracia es un medio, entre otros, para administrar el poder). Esta visión la supo expresar con todo esplendor en la Constitución de 1980, que decidió reemplazar a la de 1925 que siempre consideró que afectaba el derecho de propiedad y que  era incapaz de preservar el orden.

Esa es la Constitución que hoy nos rige y que aparece como la suma de todos nuestros males.

¿Cómo pensamos hoy Chile?.  Una clave la tuvimos en setiembre de 2013, a 40 años del Golpe Militar que instauró la dictadura militar. Como país, después de largos años, fuimos capaces de enfrentarnos con nuestra historia y de allí emergieron muchas voces, la más significativa fue la de Salvador Allende.

Su discurso final resuena como un programa de futuro, que recoge lo que dijera Enrique Mac Iver, pero también otras personalidades de nuestra historia, los cuales sintetiza de manera dramática, para lanzar un desafío  y un sueño.

El Ex Presidente Ricardo Lagos, escribió para el Diario español  El País  el 10 de septiembre de 2013 una columna que llamó “Allende y su ardiente paciencia”. Ahí señala que “Se escucha el último discurso con el corazón apretado porque esas palabras nacen de las entrañas mismas de Allende.” Y agrega “Pero también en sus palabras asoma dos conceptos esenciales que cruzan toda la búsqueda de nuestro tiempo: construir sociedades donde rija la “libertad” con la misma fuerza que la “igualdad”. Y en quienes vengan después, libres para construir su propia historia, recaerá la tarea de abrirse paso hacia un tiempo donde se abran “las grandes alamedas”, imagen poética que evoca una idea de perspectiva larga, de persistencia en otear el horizonte teniendo clara la meta que se busca. Son alamedas con raíces profundas, derivadas “de la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos”, como también lo dice esa mañana.”

Ricardo Lagos interpreta a un Allende que presenta los grandes desafíos de Chile, los mismos que en su tiempo enunciaron Portales, Mac Iver, Alberto Hurtado y el Cardenal Silva Henríquez.

Parece que los sueños que no cumplimos vuelven para reclamarnos.

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