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Recuerdo que cuando niños nos enseñaban que había un emisor, un mensaje y un receptor. Que era un asunto lineal. Me acuerdo que en la secuencia también existía un código, un canal y “ruido”, y que lo importante era llevar mi mensaje a puerto, haciéndonos cargo de las interferencias en el camino. Ya en la enseñanza media la cosa se complejizaba y junto con la renovación de las teorías de comunicación, surgían nuevas formas de enseñarnos lo que era y lo que significaba comunicar. Ahora era para ambos lados, desde y hacia un emisor y receptor.

Tiempo después –ya como universitaria- pasé por una etapa en donde la comunicación no se escribía ni se hablaba, se dibujaba. El mundo del diseño gráfico me enseñó a entender el valor y la importancia de las imágenes en un mundo completamente rendido ante los estímulos visuales. Signos, símbolos, señaléticas, consensos sociales. Colores que comunican emociones; formas y fondos.

También pasé por un corto pero intenso viaje que me llevó a entender la comunicación como algo corporal, a incorporar la trasmisión física de mi mensaje, de mis emociones. Movimientos, expresiones, el lenguaje del cuerpo y el lenguaje del alma. Memoria emotiva y la comunicación del silencio.

Con todo eso a mis espaldas comencé mi educación formal en comunicación. En la escuela de periodismo volví a las raíces y perdí el rumbo. Me enseñaron a entender la comunicación como algo teórico, sin incorporar mayormente aquellos ámbitos tan valiosos en los que alcancé a desarrollarme anteriormente. La comunicación adquirió una lógica más limitada, una estructura más rígida y una finalidad en muchos casos perversa. También pasé por un pequeño oasis de comunicación social, pero las limitantes del mercado nos llevaron a entender que es poca la autonomía y mucha la represión. Que la utopía del periodismo y la libertad de expresión se quedan en las ganas y pocas veces logran ver la luz. Que el rol de fiscalizadores, de agentes del cambio queda reservado para unos pocos y que el futuro de la comunicación está en las empresas.

Con todo eso no quedaban muchas opciones más que levantar la bandera de la rendición y asumir el camino elegido de la mejor manera posible. En las posibilidades existentes, encontrar la manera de trabajar -aunque suene a Miss Chile- por un mundo mejor. Ayudar con mis capacidades y conocimientos, desde mi lugar en este mundo.

Aprendí –y sigo aprendiendo- a incorporar en la forma de ejercer las comunicaciones lo que en mí estaba adormecido. A comunicar con el corazón, no solo con la razón, aun cuando en eso se nos vayan grandes oportunidades y nos alejemos de aquella idea egoísta de éxito profesional. Aprendí a integrar lo visual, lo emocional, a entender a las personas y a leer más allá de las letras sobre el papel.

Creo que la invitación es esa. A comprender que las comunicaciones cruzan distintos aspectos de nuestras vidas y que no solo está en juego el fin último, la eficiencia del mensaje, la recepción, la acción. También están en juego cosas tan simples como una sonrisa, una mirada, la pausa, el encuentro. Que cuando te dicen y tú dices está involucrado todo un universo de emociones y sensaciones que poco tienen que ver con la tarea, con el logro, con el triunfo.

Que no hay mayor reconocimiento que la mirada cómplice y la sonrisa cálida. Desprendernos y entender que todo lo demás es adorno. Algo mecánico, funcional, práctico y necesario para sobrevivir en este mundo, pero adorno, al fin y al cabo.

Desprenderse y re-aprender la comunicación desde sus múltiples expresiones. ¡Esa es la invitación!

 

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3 Comentarios sobre “Comunicación para el corazón

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