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Vengo de Shangri-La, del maravilloso espacio construido por un amigo en la cima de una montaña.

Durante el primer día  en ese lugar desperté en medio de la noche y al correr la cortina de la ventana pude contemplar un cielo tan poblado de estrellas como nunca antes había visto. Volví a dormir sintiendo que bajo esa multitud de puntitos luminosos estaba resumida la historia de la humanidad. Unas cuantas horas más tarde, la luz del sol que asomaba tras la cordillera me brindó otro espectáculo deslumbrante: el cordón de plata cordillerano en todo su esplendor aparecía con tonos rosáceos y uno que otro pajarillo silvestre celebraba la aparición de un nuevo día.

Santiago estaba a cientos de kilómetros y también sus pesares y contracturas. Mi amigo me contaba que siempre amó las montañas y que ahora que había encontrado un lugar donde instalarse, la ciudad había pasado a ser un dato de la causa, un sitio al que solamente concurría por razones de fuerza mayor.

-Demasiado joven para transformarte en el abuelito de Heidi- le dije bromeando. Respondió que si hubiera seguido viviendo allá abajo de seguro no habría aspirado siquiera a ser abuelo.

Todavía energizada por la seretonina acumulada durante largas caminatas en las alturas aterricé en el Chile conmovido por la depresión del candidato a la Presidencia Pablo Longueira y su renuncia a la competencia electoral. Más que sorprenderme por esta nueva impasse en la Alianza gobiernista me pareció relevante la enfermedad aducida y el que al menos durante algunos días se hable del mal que aqueja al 20 por ciento de la población del país.

Los jaguares tristes

De Longueira se dice que ya sufrió un episodio depresivo hace seis años. Entonces nadie lo comentó. Acerca de la depresión que sufre un alto porcentaje de la población chilena se viene advirtiendo hace  tiempo, pero nunca como ahora  con tal tinte dramático.

Hace 15 años, un informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD-Chile).sorprendió con un diagnóstico que iba contra la corriente: pese a las buenas cifras económicas el jaguar de América del Sur – así nos llamaban por entonces- padecía de tristeza y miedo. A ninguna autoridad pareció importarle demasiado. Algunos sicólogos y sanadores espirituales comentaron el hecho y hasta se alertó sobre el alto nivel de consumo de drogas o alcohol existente en el país, para soportar las exigencias del día a día. Visionario, el cientista político Norbert Lechner se refirió al estado de cosas en el país, en aquel periodo, señalando en una entrevista “nuestro agobio de todos los días está estrechamente vinculado a nuestra incapacidad de poner distancia respecto a un “sistema” que tiende a atropellarnos y devorarnos”.

La competencia se instaló como el nuevo paradigma y el trabajo en equipo pasó a ser cosa de nostálgicos. La sospecha, por sobre la confianza, se manifestó en barrios cada vez más cercados, autos cada vez más grandes y blindados y una segregación social que ha llegado a niveles vergonzantes.

La enfermedad continuó creciendo. Pero, como tantas otras cosas, hablar de ella siguió siendo un asunto casi anecdótico, inexcusable en un país de triunfadores, como si la gran cantidad de licencias médicas por depresión fuera el recurso de los flojos, los débiles o los inadaptados.

Un día escuché en a una madre aconcojada contando que su hijita de seis años había sido diagnosticada de estrés y  depresión y que probablemente la causa estaba en el sinnúmero de pruebas que había tenido que responder para ingresar a un colegio de excelencia académica del barrio alto. Sus padres habían elegido esa opción para asegurar un futuro exitoso en su adultez. No era un caso único, lamentablemente.

Sentí entonces que las cosas estaban más mal de lo que pensaba, veía y experimentaba sufriendo en aquellos días un maltrato laboral, cuyas implicancias afloraban en múltiples dolencias (desde colon irritable a dolor de espalda, pasando por bruxismo y eso que los sicólogos elegantemente llaman “alto grado de labilidad emocional”).

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El mal agazapado

Pedir una licencia por depresión era, y continúa siendo, una bomba de tiempo. Por más que el tema esté instalado y el Auge o Ges la incluyan como una de las enfermedades de alta relevancia en la salud pública (un 40 por ciento de las licencia médicas son atribuibles a esta causa); quien la sufra o haya sufrido puede enfrentar serios problemas laborales. Y si está en un puesto de responsabilidad peor todavía porque depresión es sinónimo de debilidad de carácter (dicen Winston Churchill era depresivo, pero en su biografía parece un dato irrelevante).

Paradojalmente, las cifras de pacientes que sufren depresión han ido en aumento, aunque como contrapartida se afirma que al asegurar la cobertura en el sistema público se incurre a menudo en un sobrediagnóstico “para incluir a los pacientes en la cobertura médica y asegurar el acceso a fármacos”. Pero los números seguramente no incluyen a las miles de personas que sufren síntomas como “dificultades para dormir, pocas ganas de hacer cosas, incapacidad para tomar decisiones, sensación de que no es posible superar los problemas o dificultades, y poca confianza en sí mismo”, rasgos que definen una depresión.

La depresión, dice un conocido siquiatra chileno, es silenciosa, se agazapa; a menudo el diagnóstico resulta errado y debido a eso hay personas que la arrastran durante largos años o por toda la vida. Ha sido un tema recurrente en la literatura: desde “Ana Karerina”, de León Tolstoy, hasta “La historia del llanto”, de Alan Pauls, pasando por “Madame Bobary”, de Gustave Flaubert, la mayor de las descontentas. También aparece en el cine, en la música popular, en el teatro (Ibsen, Tenessee Williams).

Pero aquello que es presentado como un fenómeno individual se vuelve preocupación social cuando alcanza niveles extendidos y se prolonga en el tiempo y en las generaciones: Chile junto a Corea es uno de los dos países de la OCDE donde las tasas de suicidio entre adolescentes han aumentado en vez de disminuir en la última década. Una alerta no considerada aún.

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El difícil equilibrio

Existen las depresiones endógenas atribuibles a desequilibrios genéticos y las generadas por factores externos. Un país donde el descontento social es alto indudablemente favorece estas últimas.

A propósito de la declinación de Longueira, la ex subsecre

taria del Interior Adriana del Piano recordó en un programa radial matutino la frase de Piñera sobre su deseo de contar con funcionarios 24×7, con la que el mandatario inauguró su administración; funcionarios  de dedicación a tiempo completo al trabajo; tolerancia cero con la vida privada, efectividad sobre felicidad. Todo lo contrario de lo que se ha venido debatiendo políticos y académicos en foros internacionales. Porque lo que allí se toma en cuenta es el creciente interés ciudadano por algo que va más allá de lo meramente económico, tras una visión integral del desarrollo.

La cuestión tiene una base inquietante: se estima que para el año 2020 la depresión ocupará el segundo lugar en la carga global de enfermedades del mundo.

El retorno a la simplicidad, al goce de la naturaleza es pues algo más profundo que un simple escapismo. El académico y economista norteamericano Robert Reich, ex ministro de Bill Clinton, lo ha expresado muy gráficamente: “El equilibrio entre ganarse la vida y ganarse una vida más equilibrada es cada vez más difícil de alcanzar, porque la lógica de la nueva economía hace que nos atemos cada vez más al trabajo y menos a la vida”.

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Alguien comentó sobre “En busca de la felicidad perdida

  1. Querida amiga y colega:

    Gracias por mostrar de una manera tan simple y profunda una realidad tan lamentable e incomprendida como es la depresión.

    Sólo agregar que un alto porcentaje de quienes sufren depresión son mujeres, las que además de luchar por insertarse en una economía tan competitiva, despiadada y discriminadora como la que rige actualmente nuestro país, siguen teniendo que demostrar que “son buenas, profesionales, proactivas, etc., etc.”, ganando un 27% menos que los hombres, sólo por el hecho de ser mujer.

    Así, ¿quién no cae en una depresión?

    Gracias Patricia y no dejes de escribir, un abrazo

    Andrea

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