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Entre los nacidos desde 1960 a 1990, la década de los 80, es una década medular. Por sí misma, condicionó la sociología de dos generaciones, configuró sus respectivos sueños y miedos, y viene a generar un Chile que de alguna forma, explica el Chile que somos hoy.

Nací en los 80, y nací parido con incertidumbre. Mis padres, con sus empleos inestables y precarios, con cambios de domicilio permanente. Los dos, artistas plásticos. Se habían conocido al alero de la Escuela de Bellas Artes, y en el intento por generar sus mismas libertades, habían amado el uno al otro con miedo. Miedo a qué dirán los demás, miedo a la dictadura, miedo a no poder pintar las obras, miedo a no saber si terminabas en la pobreza extrema, miedo a que tu propia familia te expulsara de la familia, miedo y más miedo, blancos y negros como retazos de dolor. Ese mismo miedo, hizo que un hermano dejara de existir al cuarto mes de concepción, antes que yo siquiera estuviese en el mundo de las ideas.

Los colores eran distintos en aquellos años. Más pasteles y difusos. Sin embargo, se apreciaban con claridad, sabías que ahí estaban los colores entre la figura y el lenguaje. Colores pasteles, que dibujaban los domingos. Aún se escuchaba la Radio, la sobremesa era amplia y extendida, la pelota estaba entre una y otra esquina, los gritos para ir a almorzar eran recurrentes, los vecinos de los vecinos, la torrencialidad de los momentos y el cuidado de los espacios. Existían pausas. Pausa. Respiro. Poesía. Después de esas pausas, volvías a mirar al otro y sonreír. Quizás, esa incertidumbre e inseguridad que vivíamos todos, nos reafirmó en nuestra intimidad. Podías estar horas sentado en la escalinata de la entrada de la casa, mirando cómo pasaban los autos, las personas, saludabas a uno u otro, te ponías a la orilla de la reja y conversabas con Emilia o Andrea, con Felipe o Carlos. ¿El apuro? El apuro venía lento y más lento.

Al poco tiempo de nacer, mis padres y yo, emigramos a otro país, a otro continente, a otro idioma. Nos habían usurpado del sueño de realizarnos en nuestra tierra. Nos habían limitado de ser nosotros mismos, en el lugar que soñamos enterrar a nuestra familia. Era recurrente. Cientos de Chilenos, año tras año, partían. Ese partir era mixturado. Te ibas con grandes sueños. Pensabas que “afuera” te esperaba un mundo absolutamente nuevo, que ese partir de cero, sería magnífico. Era interesante hacer la maleta para partir y ojalá nunca volver. Existía ese “ojalá” en esos años. Ojalá no volvamos a Chile. Ojalá nos vaya tan bien allá, en el otro mundo, que nos olvidemos del Chile que abandonamos. ¿O el Chile que nos abandonó a nosotros? Pero te ibas con pena, te ibas con el mismo miedo, como escapando, como corriendo del miedo que te producía el miedo. Huérfano de una tierra que desconocías, que te provocaba dolor. Huérfano de tus raíces, porque desconocías el Chile que hace tantos años se había vuelto tan contradictorio. Mixtura sobre mixtura. Así fue el partir.

Los 80 en el mundo desarrollado era industria. Eran grandes edificios, lujosos autos, ropa de múltiples colores, modas de un mes de duración, idiomas que se entrelazaban, tecnología y estilo. Éramos extraterrestres. Acogidos a un sistema de emigrados políticos, estaban con nosotros, indios, árabes, ex guerrilleros, o los que escapaban de ella, caribeños, negros, amarillos, naranjos, morados, blancos. Te confundías. Te mezclabas. Reconocías el mundo. Y abajo, al fin del mismo mundo, estaba el contradictorio Chile.

Esos 80, de ese otro mundo, era una década distinta. Más rápida, menos miedosa, liberal y progresista, cosmopolita y entusiasta. La decadencia era bella. Podías oír los pájaros a la distancia, que conducían a las capillas de diversas religiones, sin entrar en ellas. No llegabas a rezar, y los pájaros solo eran los pensamientos nocturnos de los galardonados árboles de Montreal. Burbujeaba la sangre, los locos gritos de los jóvenes eran como la lluvia testimonial de la obscenidad de la época. Ahí se multiplicaban los días.

Ser inmigrante era particularmente duro. Nos dimos cuenta que éramos miles y nos dimos cuenta que el dolor era más profundo “afuera” que dentro de tu país, aunque fuera contradictorio. Debías trabajar en tres turnos, tres jefes distintos, tres durezas distintas. Amainar la soledad con trabajo y más trabajo. Tragar el llanto con dignidad, aunque te dieras cuenta que bastante perdida la tenías. La Familia se reducía al mínimo, al igual que la comodidad: debías adornar tu hogar con cosas de segunda mano. Debías vivir, sufrir, gozar y sentir como inmigrante, de lo contrario, tampoco te sentías cómodo.

Volvimos a Chile de los 80, ya casi al final de la década. Existía remordimiento cultural, se sentía en el ambiente. Reproches, ansias y ruido, excepto por las olas en la oscuridad de la noche, que existía como consuelo. Existían las mismas viejas noticias, no sólo el país mortal con espuma en el acantilado haciendo reino del poder, sino que más allá de ese acantilado, estaban las mismas personas aún, como con cáscaras blancas y marinas acostumbradas a asustar. Vi esperanzas que brillaban fríamente, como espinas inamovibles con su paciencia eterna y perjudicial. ¿Se habían acostumbrado al miedo? No lo sé. Quizás la conmemoración constante de la declinación humana, a rememorar el pasado, aunque fuera doloroso, total, el presente era igual de doloroso.

Existía cansancio de ser lentos y miedosos. Incluso cansaba ese exquisito equilibrio entre los espacios y los momentos de aquellos años. Porque finalmente la situación de la infinita década, te permitía ser invisible, anónimo y transparente. Viajante como una hoja. Voz entre la hierba, amarillo junto al muro, aunque extrañamente pocos muros existían. Sabíamos que tarde o temprano aquello terminaría. Debíamos romper el miedo, la templanza en la frontera del terror, dejar de ser anónimos. Sabíamos que era verdad. Por eso vi a mis padres entusiasmados, ellos los ex inmigrantes, los que habían vivido la pobreza de los 80, aquellos que habían pintado sin cesar la protesta estética de la década. Sin tristeza, había que abrirse a permitir que ocurran las cosas, al modo de ser hombres y mujeres de valentía, levantarse plateados y abundantes en la tarde lenta de los 80.

Debían terminar esos años. De paciencia, de lentitud, y también de apasionada forma de habitar el espacio. De mirar y remirar. Conocer y reconocer. Terminamos los 80 con ansiedad, con paranoia del futuro que venía, con proeza de prometerlo todo. Nací en esos años, nací en esa década, y aunque me rehusaba, fue medular, me condujo como a toda nuestra generación, nos llevo y nos retiró, y aún lo hacemos, como el inmenso paternalismo del pasado.

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