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La muerte es una de las pocas certezas que nos van quedando, qué duda cabe.

No obstante, que distinto es morir en paz, rodeado por su familia, apoyado por quienes lo aman, habiéndose despedido de las personas que conoció y siendo atendido en su dolor, que fallecer violentamente con una agonía en abandono y desesperación.

Más allá de la tendencia tremendista que nos caracteriza al creer que nuestra ciudad de Santiago es una ciudad insegura y violenta, cuando en la realidad es una de las urbes más seguras de América Latina, lo que si podemos constatar quienes vivimos en ella, es una creciente deshumanización de nuestras relaciones sociales y de una disminución de la humanidad de nuestras reacción frente a la muerte.

Quizás tampoco sea un hecho reciente. No puedo olvidar que hace 40 años, en el Mapocho flotaban cadáveres que se juntaban en la pequeña represa del Puente Bulnes, o que cerca de los Cementerios eran arrojados fusilados que mucha gente pasaba sin mirar.

En estos años de vida en Santiago, he sido testigo de cuatro episodios de muerte de seres humanos, tremendamente dolorosos, no tanto por la violencia en que acontecieron, sino por lo que sucedió antes y después de su muerte, la total indignidad en que fallecieron.

El primero aconteció allá por el año 2003, cuando una mujer joven cruzó la calle Mac Iver desde el oriente por Moneda y uno de los antiguos buses amarillos no respetó la luz roja y la arrastró casi 20 metros, destrozándola, literalmente, atropellando luego su cabeza. El Oficial de carabineros que tomó el procedimiento lo único que le interesaba era restablecer prontamente el tráfico por calle Mac Iver, pues los buses que vienen por Santa Rosa debían ser desviados en Alameda y ello provocaba una enorme congestión. Lo más dramático fue  cuando llegaron tres obreros municipales y  echaron aserrín sobre los restos de, al parecer, el cerebro y otras partes del cuerpo de la fallecida que no fueron levantados por los funcionarios del Servicio Médico Legal, y los barrieron para permitir el restablecimiento del tránsito.

El segundo acto que presencié fue el de una persona que sufrió un infarto en calle Moneda con el Paseo Tenderini. Estuvo casi media hora a la espera de una ambulancia del SAMU, que nunca llegó. Era el año 2006. Un carabinero motorizado trato de hacerle ejercicios de reanimación y otras personas, desesperadamente trataban de ayudar, con más deseo que pericia, pero la persona lentamente iba muriendo. Era inevitable no presenciar espantado el espectáculo que se ofrecía en plena calle. El carabinero llamaba a su Central de Comunicaciones pidiendo una ambulancia y lo mismo hacían personas con sus celulares y me imagino desde las muchas oficinas que existen en el sector. Nunca llegó la ambulancia y la persona falleció a los 40 minutos de sufrir su infarto,

El tercer episodio es de los años 2004 aproximadamente. Se ambienta en el sector de Manuel Montt y las Torres de Tajamar. Por allí deambulaba un hombre de unos 50 años, en “situación de calle”, como lo llamamos ahora eufemísticamente. Habituaba dormir por calle Pérez Valenzuela, luego bajo la marquesina de la ex Tienda Balut y Benedetto  (actual Inspección del Trabajo) y luego en la escalera de acceso al Banco BBVA en las Torres de Tajamar. En cada uno de esos sitios fue expulsado elegantemente. En los edificios de Pérez Valenzuela y luego en la Inspección del Trabajo se enrejaron los espacios que utilizaba y en el caso de las escaleras del BBVA fueron desmontadas sus protecciones de cemento y reemplazadas por otras de acero que no protegen del frío. Cierto día de invierno, cuando las temperaturas en Santiago congelan hasta los sentimientos, un conserje de una de las Torres de Tajamar fue a despertar al vagabundo que estaba en los patios de las Torres. No lo pudo despertar porque había muerto de frío y hambre.

El cuarto episodio fue hace unos pocos días atrás, y sucedió en la esquina sur oriente de la intersección de las Avenidas Manuel Montt y Providencia. Una persona bastante mayor se desvaneció y falleció inmediatamente. Los trabajadores de la carnicería de la esquina trataron de ayudarlo, pero ya estaba muerto. Se llamó a Carabineros que llegaron rápidamente, en bastante número (dos motoristas, luego dos patrullas). Una persona de un edificio cercano bajo con una manta y cubrió piadosamente el cuerpo que yacía en la calle. Pasaban los minutos y las horas. El personal de la Municipalidad de Providencia instaló una de esas cintas de peligro para cercar el cadáver y evitar que los curiosos se acercaran. Pese a los insistentes llamados de Carabineros el Fiscal no llegaba y aparentemente tampoco daba la orden para levantar el cadáver. Pasaron casi tres horas y el Fiscal de Turno no aparecía ni daba la orden, Casi cinco horas más tarde recién, por teléfono, se autorizó el levantamiento del cadáver. Pasó otra hora para que  el personal del SML arribara al lugar y realizara el trámite de llevarse a la morgue a la persona fallecida. En el intertanto, llegaron los familiares que lloraban desconsoladamente al difunto y le rogaban al Oficial a cargo que solicitara al Fiscal que autorizara que su familiar fuese llevado a otro sitio. Era una escena triste.

Estos cuatro relatos de muertes quizás no sean los más violentos. Nuestras calles han visto ajusticiamientos masivos, tanques acribillando civiles, aviones bombardeando nuestros palacios, soldados quemando personas y mucha más violencia.

No obstante, lo más corrosivo es esa pequeña violencia cotidiana, mezcla de indiferencia y desidia.

La muerte en la calle con su indignidad me hace comprender el porque mucha gente que se sabe cerca de la muerte pide como último deseo morir en su casa y en su cama. Ese simple acto, nos devuelve a nuestra condición de seres humanos. Si hay algo propiamente humano es la sábana y el mantel.

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