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No sé si los escritores se han dedicado con relativa profusión a explicarles a las personas por qué son escritores. En cualquier caso, entrevistas referentes a ello hay algunas y muy buenas. Basta decir que aquí mismo en mi escritorio tengo un libro notable al respecto: “El Oficio de Escritor” o “Writers at Work”: dieciocho entrevistas a escritores y escritoras de todo el mundo publicadas por Paris Review en 1959, y traducidas en 1968 en Editorial Era.

De todo el libro, y antes y después, me inclino siempre por Faulkner, cuando nos dice que uno no escribe para Juan lector o para los críticos, sino como una respuesta a los demonios que nos interpelan día a día. La escritura es una maldición, uno no descansa hasta que plasma en el papel lo que requiere decir, lo que imperiosamente necesita exteriorizar al mundo. Así lo planteo en mi artículo: “Carta de fin de año a mis amigos y amigas invisibles…”, y también, claro está, afirmo que es una bendición puesto que uno sabe que lo escrito lo leerá alguien, lo tomará suave o duramente y lo re direccionará a sus propias experiencias, expectativas, deseos e intereses.

Pero como no se trata de re escribir dicho artículo, quiero contarles la misma historia desde otra perspectiva, desde otro ángulo de mirada, acaso desde otro ojo.

Comencé a escribir a los diez años, cuando una vez leído algunos cuentos policiales de Cornell Woolrich, quien también se llamaba Wiliam Irish (ya era un encantador misterio eso de que alguien tuviese dos nombres) creí ilusamente que tenía suficiente capacidad imaginativa para escribir un propio cuento y además policial. No sé si se acuerdan de unos lápices con forma de perro salchicha, y de esas libretitas que vendían en las micros, bueno, mi tío Carlos, hermano de mi madre, me había regalado el popular “set”. Con ese comencé.

No llegué a nada. Pero sin embargo re inventé a partir de otra lectura,  el cuento de unos palos de fósforos que se iban quemando uno a uno, dejando abandonado al único palito de cabeza roja en aquella caja con la Cordillera de Los Andes en una de sus caras. El palito estaba triste, perdía a cada uno de sus amigos y a toda la familia y no sabía realmente qué pasaba con ellos y se preguntaba si la vida sería ese abandono irremediable. Hasta que llega el día en que lo queman a él, y más que un dolor, fue su cielo, su re encuentro con los demás, y el momento epifánico del entendimiento, supo entonces donde habían ido a caer sus seres queridos y que sí había un futuro prometido y cual era: otra caja de madera donde ahora todos sin excepción,  tenían el pelo negro, estaban juntos y eran felices para siempre.

Tomo estas dos historias para develarme. Un escritor no se hace. Debe trabajar muchísimo y en soledad, pero no se hace, nace. El Ser o el Sí Mismo lo interpela apenas balbucea o ve la primera luz del mundo, aun cuando no sepa leer ni escribir. Así de simple y complejo. Por ello Faulkner habla de la maldición, como la sentencia de la bruja a La Bella Durmiente aún recién nacida: “Un día te pincharás el dedo con el huso de una rueca, y morirás”. Por eso ya a los 10 o 12 años no nos preguntábamos, (asumo esta primera persona plural para creer que a muchos y muchas escribidoras nos pasa lo mismo) como todos nuestros amigos y amigas, que queríamos ser “cuando grandes”. Lo teníamos muy claro. El problema siempre fue cómo podíamos ser lo que somos. Contra viento y marea, es decir a contra corriente del mundo social, de nuestros coetáneos que se preguntaban un tanto angustiados “cuál es mi vocación”, y también de los padres y madres que generalmente sólo hacían lo que podían o les funcionaba, y que en gran medida les había sido impuesto, a la vez, por sus propios padres. Por ello además tenemos la tendencia a hablar y a interpelar buenamente a otros sobre el Ser y el Sí Mismo, para que nunca lo confundan con el hacer puro, o más bien dicho con el puro y simple ocupar/se.

Por otra parte, y a propósito de Cornell George Hopley-Woolrich y de sus nombres, William Irish y a veces George Hopley, y que fuese el autor de un cuento: “It had to be murder”, (Tenía que ser un asesinato) que luego sería el famoso film de Alfred Hitchcock, La Ventana Indiscreta, siempre los escritores hemos sabido que para desplegar nuestro ser en el mundo, debemos ser un otro (un yo-otro) y no cualquiera, sino ese otro-testigo emboscado de nuestro tiempo, siempre seudónimo, como el fotógrafo L. B. Jefferies, protagonista de la película, que observando detenidamente, descubre aquello que los demás no pueden ver ni menos sospechar.

Bueno, así somos, nunca iguales a los demás pues algunos otros o sólo hacen ocupando sus puestos, o aún angustiados buscan su ser en el mundo ahuyentándolo. Siempre estamos observando la vida de quienes nos rodean desde aquella ventana invisible o escondida, y por ello siempre más solos que el resto, como el pequeño fósforo. Pero no somos privilegiados ni superiores, y tampoco menos que nadie, al ser siempre críticos y disfuncionales a la permanente sociedad maquinal en busca de eficiencia y eficacia, como creen los poderosos o algunos inconscientes dominados. Pertenecemos más bien a una realidad paralela, a una cajita de madera con la Cordillera de Los Andes en una de sus caras, que será UNA completamente UNA, en ustedes y con ustedes, cuando, -como lo escribí metafóricamente a mis diez años-, todos tengamos nuevamente el pelo rojo.

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