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Por razones que la Ciencia no ha conseguido desvelar aún, al cumplir los cuarenta años, los representantes masculinos de la especie humana sufren una suerte de locura adolescente tardía. Ésta les impele a embarcarse en excéntricas actividades como integrarse en una pandilla de aguerridos moteros, vestir pantalones de colores fosforescentes o destrozar su matrimonio.

A mí se me ocurrió apuntarme a un curso de danza contemporánea, a pesar de que mi práctica del baile, hasta entonces, fuera bastante minimalista, por no decir inexistente. Para ser exactos, se limitaba a un monótono movimiento de la puntera del pie que, en los momentos de mayor paroxismo rítmico, se extendía hasta la pierna sin superar nunca la zona inguinal, ya que eso me hubiera obligado a mover la cadera.

Contra la que pudiera parecer, este curso fue una actividad muy provechosa que me proporcionó valiosas enseñanzas durante el tiempo que duró: exactamente una hora y media, lo que tardé en descubrir cuánto habían mermado la elasticidad de mis abductores tantos años de sedentarismo.

 

Un doloroso “crack”

Antes de escuchar un “crack” en la zona del muslo derecho y dar por finalizada mi incipiente carrera de bailarín, me había arrastrado por el suelo con todo el desgarro del que puede ser capaz un neófito en el arte de la danza contemporánea. Desgarro que pronto dejó de ser solo una metafórica forma de hablar para convertirse en punzante dolor, físico y moral.

Y es que el ejercicio de calentamiento muscular con el que iniciamos la clase, si bien en nada contribuyó a proteger mis músculos, sí me aportó un elemento de reflexión que, a continuación, compartiré con ustedes.

Dicha gimnasia consistía en ejecutar una serie de lentos movimientos junto a una pareja, en mi caso una joven de voluptuosas formas. Fue el azar el que me juntó con ella, pues los dos llegamos los últimos a esa primera –y en mi caso, última- clase y a la fortuna di gracias por ello. Antes de que el lector dibuje un gesto de reprobación en su rostro, le recuerdo que acababa de cumplir 40 años. Ya superé esa edad y no me atraen las jóvenes voluptuosas. No, nada, nunca.

El caso es que en un momento del ejercicio, la profesora nos detuvo y anunció una nueva actividad, que ella denominó de “desinhibición”, consistente en acariciar el cuerpo de la pareja de baile al ritmo de una suave música. Conteniendo un grito de júbilo y dudando, por vez primera, de mi ateísmo, me dispuse a seguir sus indicaciones, que incluían la condición de mirar a los ojos de la otra persona mientras se palpaba su anatomía.

Y sucedió que, llegada la feliz circunstancia, me di cuenta de que no era nada fácil, que tocar y ser tocado por otro ser humano, podía ser muy embarazoso. Mirándonos a los ojos, mi pareja y yo nos acariciamos con timidez, pues éramos desconocidos, mientras observábamos en el rostro del otro su reacción al dibujar con nuestras manos su anatomía. La sensación evolucionó de la vergüenza inicial –incluso desagrado- a la sorpresa, después a curiosidad, la diversión y, finalmente, a la complicidad y cierta serenidad espiritual. Todo esto en unos pocos minutos en los que, la joven y yo, sentimos al otro a través de las terminaciones nerviosas de las puntas de nuestros dedos y nuestros globos oculares.

Con unas palmadas, la profesora puso punto y final a ese momento de intimidad compartida entre extraños, y el mundo volvió a girar y a hacer ruido. Las distintas parejas nos miramos sonriendo, como despertando de un sueño, y pareció que, más o menos, todos habíamos experimentado algo similar.

Comento este hecho porque me parece que estos tiempos mezquinos no estaría mal que nos acariciáramos más, aunque solo fuera con el mismo cariño con el que pasamos la mano por el lomo de miembros de otras especies.

 

Moral epitelial

Podemos juguetear con el pelo de un can extraño o con la fría piel de un anfibio en la tienda de animales pero ¿tocar o abrazar a un ser humano desconocido que lo necesita? No, eso nunca: ¿qué pensarían de nosotros? Podríamos ser denunciados por conducta indecente pues las autoridades son muy rigurosas en lo que atañe a la moral, sobre todo la epitelial. Por eso retiramos la mano con tanta celeridad cuando, por descuido, rozamos la de otro al realizar gestos cotidianos como abrir una puerta o sujetarnos al asidero de un autobús.

Sin embargo, creo yo que, a pesar del riesgo de ser considerados unos sátiros, deberíamos levantar alguna vez la vista de nuestros “smartphones”, tan acostumbrados a recibir nuestras caricias en su pantalla táctil, para observar a la gente con la que tropezamos por las aceras mientras tecleamos mensajes de amor y amistad.

Quizás detectemos, entre esas personas, a alguna necesitada de nuestra piel, en forma de mano abierta o abrazo solidario. Y deberíamos ofrecérsela porque la piel del otro ser humano es igual que la nuestra, es también la nuestra.

Esto es lo que aprendí a los cuarenta años, poco antes de sufrir una lesión de abductores que provocó las carcajadas de una joven que asistía a clases de danza contemporánea. Su novio, que esperaba en la puerta, me llevó a mi casa donde esperaba mi mujer.

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