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El periodista Daniel Villalobos, ya alejado de la vivencia cotidiana del sur, escribe antes de que el olvido le arrebate los olores, las sensaciones y los signos que son propios del terruño de las inmediaciones del río Cautín. Los relatos de El Sur aportan una nueva lectura de lo lárico, por ejemplo en sus palabras: “Yo crecí odiando el sur. Había que odiarlo y todos los hicimos. El chiste de mi generación era que nuestro arte marcial favorito era el Ai-Ki-irse. Nos educaron para despreciar el lugar donde crecimos”.

Son los años ochenta y principios de los noventa, una existencia en la precariedad económica, lo cual lo sitúa en su educación media en el Internado de Hombre, aledaño al Liceo A-28 (como se le llamaba al Liceo Pablo Neruda). Sus relatos, impregnados de un sello fuertemente autobiográfico, nos presentan vivencias crudas en las cuales predominan las reglas darwinianas –donde el bullying que hoy día se denuncia con tanto ahínco sería solo minucias–, un escenario donde no hay espacio para las relaciones de confianza y el forjamiento de amistades perecederas; y sí para el ninguneo, el apocamiento y, ¿cuándo no?, el abierto racismo hacia los mapuches. La ajenitud es de tal magnitud que, en un verano en Puerto Saavedra, el protagonista los fines de semana tenía como su gran diversión ir a una ramada-discoteque donde solo se tocaban cumbias que eran bailadas solo por hombres cada vez más embriagados durante horas.

Son los años cuando los noctámbulos temuquenses solían terminar los periplos en el “Moise”, comiendo un caldo de cabeza de cordero, cuando el Rápido rumbo al sur “partía” la madrugada; un poco más tarde, el matinal de la radio Ñielol levantaba a los dormilones; y, cerca del mediodía, en el “Dinos”, Roque Mercury hacía tertulias tomándose un expreso. El Sur de Villalobos nos remite a cocinas de leñas prendidas acompañadas de gatos perezosos, a música de radios AM y al “Show de la Una” en la TV, a infinitos ecos de murmullos acallados una y otra vez por la lluvia.

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