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Acá, en La Paz, las indias caminan con pasos breves, silenciosos, como geishas andinas. No hay apuro ni rumbo. La gente, blancos e indígenas, te miran a los ojos, te sonríen y te hablan, casi en susurros, con voz dulce.

Los cielos son de un azul intenso, que nunca había visto antes. A falta de mar, tienen el azul del cielo.

El tiempo transcurre a un ritmo propio, casi como si no hubiera noción del tiempo. Los brazos del reloj hacia la izquierda o a la derecha, da igual, a pocos les importa.

Hay cierto ensimismamiento, una sensación de burbuja, de cada cual en lo suyo.

La chola que uno ha visto en la postal de rigor se te cruza en sentido opuesto por la calzada. Su faldón largo, de misteriosas capas, un arcoiris de algodón áspero que hace un ruido liviano, un roce leve, como una brisa suave que se mueve al compás del caminar.

Sobre su cabeza, un borsalino, gastado pero orgulloso, como una campana de fieltro que dejó  de tocar hace ya rato.

La Paz tiene una luz luminosa, mágica, entre ocre y dorada y su fulgor baja, lentamente, a medida que la noche pide permiso para entrar.

Las calles son un infierno. Quien no se quiebra una pierna o se tuerce un tobillo al menos está hecho de acero inoxidable.

Los pasos de cebra no sirven para nada, nadie los respeta. Son un adorno, me dicen chilenos y bolivianos. Los conductores no prenden las luces de sus autos de noche y, en el día, los autos llegan a la esquina y sus narices se juntan en un punto invisible, sin que nadie haya tocado la bocina. Como los milagros existen, el nudo se desata en segundos y cada cual sigue su curso, sin señalizar siquiera.

La Paz se asemeja algo a Valparaíso por sus calles ondulantes, una montaña no rusa sino boliviana que sube y baja, se corta, se esconde y, de repente, se asoma en un juego caprichoso que a ratos quita el aliento y marea.

Nadie se inmuta, nadie grita ni empuja. El aire es fino, delgado como una hebra de seda. No hay espacio para el enojo ni la tensión cuando hay que respirar a pulmón lleno para vivir o sobrevivir, según sea el destino de cada cual.

Aquí uno entiende que la felicidad es una opción real, tan real como el pan. Puedes masticarla o dejarla añejar para mañana. Me cuesta explicarlo pero he sentido que voy, con cada día, luciendo una piel nueva, inmersa en un estado muy alerta, muy lúcido, como si, de alguna manera, hubiese nacido de nuevo…

Quién sabe.

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