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Hace pocos días se publicó una columna que criticaba el reparto de las Becas Chile al extranjero. Acertado en el blanco, pero errado en la puntería, el artículo disparaba en contra de la desproporción de becas otorgadas según destino del programa, en clara desventaja para candidatos que eligen el mundo Iberoparlante, que este año han conseguido menos del 5% de las becas concedidas. Los dardos aludían a la reproducción de asimetrías que caracteriza al sistema educacional chileno. Pero erró precisamente al mezclar la reflexión acerca de la exclusión regional con el aprovechamiento y calidad de los estudios de postgrado en el extranjero.

Algunas reacciones a la columna, encabezadas por jóvenes doctores que conocen por experiencia personal la diferencia que significa formarse en universidades del primer cuartil en los rankings ARWU, QS o THE, defendieron la nueva distribución del reparto en aras de la calidad. No tengo que ir muy lejos para encontrar un ejemplo en su favor. Recuerdo muy bien, cuando decidí viajar a España para hacer mi doctorado, que un muy querido y respetado profesor me dijo “¿entonces, te vas a hacer el doctorado de los flojos?”. Sus palabras me provocaron cierto enfado, y no les encontré sentido hasta meses después de haber iniciado mis estudios. El rendimiento de algunos de mis compañeros de aula estaba lejos de ser excepcional. Las condiciones mínimas de admisión en programas doctorales de prestigio podían ser metas de aprendizaje, y el interés por aprender de algunos con suerte excedía la fabulosa geografía y gastronomía de la península.

Con esfuerzo tuve la oportunidad de hacer estancias en otros centros de investigación europeos, y tardé poco en descubrir que un programa de postgrado excelente se sostiene en el apoyo institucional a la actividad investigadora y la cultura organizacional hacia el aprendizaje. Aprendí también que en España, con sincero interés, persistencia, y la tutorización adecuada, también se puede desarrollar un proyecto doctoral de buen nivel. Pero evidentemente resulta más difícil que en aquellos lugares donde las universidades ya tienen resueltos los típicos problemas que deben enfrentar los investigadores; donde los catedráticos no tienen que pedir favores a los colegas para conseguir participantes; donde no hay que recurrir a los amigos para sumar audiencia cuando un investigador invitado da una conferencia; donde las restricciones de calefacción o aire acondicionado no ahuyentan a los académicos a casa; donde el tema más comentado en la junta de facultad no es el calendario de festividades del centro.

Por lo tanto, concuerdo con las críticas esgrimidas en contra de la columna, en términos de la calidad y el aprovechamiento de los estudios en el extranjero patrocinados por las becas nacionales. Hay que ir a las mejores, no cabe duda. Pero en ella se señala una cuestión que tiene total sentido y está tristemente naturalizada en la sociedad chilena. El sistema de becas es un eco de las asimetrías socioculturales de Chile, y ayuda a reproducirlas. Si el sistema de becas opera bajo el mecanismo de premios, en lugar de ser una herramienta al servicio del desarrollo, seguiremos escuchando sobre becarios cuyas familias podrían costear de sobra los aranceles y pagar un estudio individual en Zona 1.

El sistema de becas chileno goza de muchos y merecidos éxitos. Pero las observables inconsistencias relacionadas con la distribución interna del beneficio, nos obligan a reflexionar acerca del sentido político de las becas para el desarrollo humano del país, que debería defender la distribución equitativa de oportunidades al mismo tiempo que la calidad del retorno de la inversión. El día que las becas se integren en un sistema educacional eficiente como promotoras del desarrollo, estaremos hablando de una nueva educación y de un nuevo país.

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