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Estudiar periodismo en dictadura

Visto desde hoy, ser opositor a la dictadura y entrar a estudiar periodismo a fines de los setenta era una decisión que solo se justificaba desde la ingenuidad de los diecisiete años.

Aunque hay que reconocer que en muchos casos el orden de los factores sucedía al revés.  Buenos alumnos con puntajes muy altos entraban a la Escuela de Periodismo con la mejor disposición a aprender… pero chocaban con la censura; el compañero relegado, preso o torturado; los civiles armados de lentes oscuros, binoculares y pistolas; los representantes de curso y facultad designados desde la casa central entre el semillero de la UDI; la mediocridad de una universidad oscurantista gobernada por un rector boina negra que saltó en paracaídas para caer en medio de la fiesta mechona;…

En pocas semanas, la mayoría de esos buenos alumnos que a fuerza de censura habían vivido la Enseñanza Media relativamente ajenos a las monstruosidades de la dictadura se hacían militantes de algún partido opositor o participaban activamente en las diversas manifestaciones contra el régimen.

Junto a la protesta, organizábamos nuestro aprendizaje del periodismo fuera de los muros clausurados de la Escuela. Recuerdo un taller de periodismo interpretativo guiado por don Mario Planet, el último director de la Escuela en democracia e Irene Geisse; las clases de comunicación alternativa con Fernando Ossandon, en ECO; algunos cursos en la Academia de Humanismo Cristiano.

Probablemente una de las experiencias que más nos marcó fue refundar la Revista Claridad, el antiguo periódico oficial de la FECH. Los primeros números fueron compaginados sobre stencil, con máquina de escribir mecánica y dibujos, luego impresos en mimeógrafo clandestino. Las sesiones de creación eran durante el toque de queda, mientras nuestros padres suponían que estudiábamos para alguna prueba.

Por esos años encontré un texto de Gunter Wallraf, Le journaliste indésirable, que contenía los reportajes denuncia de un periodista que narraba sus historias como infiltrado durante semanas y hasta meses entre milicias neonazis, la prensa amarillista, los empresarios explotadores, las fábricas y los sindicatos. Me pareció que era el modelo a seguir pero no imaginaba en qué medio chileno masivo se pudieran publicar historia como esas.

Al final, como le sucedió a muchos de esa generación, la vida me condujo por caminos cada vez más alejados del periodismo. Quizás por todo eso fue tan sorprendente y estimulante encontrarme con las crónicas de Eduardo Rossel recogidas en su libro ¡Puta qué pena, compañero!…

Eduardo, Marité, Cynthia y Pablo.
Eduardo, Marité, Cynthia y Pablo.

Chile desde el Plebiscito hasta ahora

El libro es una selección de crónicas publicadas entre octubre de 1988 y diciembre de 2011 que dibujan un apasionante y divertido recorrido por el Chile de estas últimas décadas. El único relato  que escapa al período es uno de 1983, publicado en la Revista Claridad, donde la narración de Eduardo, luego de ser detenido en una manifestación callejera, ya anunciaba un estilo personal que incluiría siempre el humor y la mirada amable de un periodista que explicita su presencia para acercarnos a los personajes y hacernos participes de la historia, sea esta una pelea de gallos o una manifestación rebelde en Villa Francia. Lo contrario de los periodistas de televisión de hoy que ordenan el mundo y crean la noticia en torno a “su rostro”, alejando los hechos y los contextos.

“Escucho gritos desde el coliseo. Otra pendencia está por terminar. Ingreso raudo y la imagen de un gallo inconsciente y ensangrentado me golpea fuerte. Su rival erguido tiene al caído a su merced y de vez en cuando lo picotea, quizás para saber si sigue vivo”

He leído y escuchado muchos análisis, discursos, declamaciones y evaluaciones sobre la transición y estas dos décadas… abstracciones donde las personas y los hechos desaparecen en apasionados constructos imaginarios que aparecen y se evaporan con la misma intensidad del agua en una tormenta de verano. Las crónicas de Rossel quedan. Son una selección de registros casi cinematográficos de gestos, emociones y testimonios que a partir de los detalles de las pequeñas y grandes historias retratan una época y un país.

“En las calles de Paine, acusadores y acusados se cruzan a diario. Los primeros les buscan los ojos y les espetan: “¡Asesino!”, y los segundos bajan la vista, cruzan la calle y se llevan el índice a la sien en señal de locura.”

Quizás lo más hermoso de las crónicas de Rossel es el retrato cariñoso y carnal de eso que llaman  “Pueblo”, “gente”, “ciudadanía”. En sus relatos esos conceptos se encarnan en las señoras picaras del paseo de los adultos mayores, los clandestinos del viaje a Cartagena, los apostadores de las carreras de perros, las señoras que venden sánguches y “café” para los santiaguinos madrugadores,…  Siempre con respeto y con una cierta complicidad traviesa, Eduardo presta su pluma para que ese mosaico humano que somos los chilenos se exprese con voz propia.

El libro inicia con el relato “¡Puta qué pena, compañero!…”, galardonado en el Concurso Periodismo de Excelencia de la Universidad Alberto Hurtado, que da el nombre al libro. Cronológicamente, es del 2003, no correspondía que estuviera al comienzo, pero la batahola de aquel primero de mayo, la confusión de agresiones y discursos, los viejos símbolos desahuciados, la inconsistencia de los protagonistas y el lamento del viejo sindicalista contribuyen a crear el marco adecuado para la propuesta literaria de Rossel: el abismo entre esta realidad y nuestros sueños de jóvenes universitarios se cruza a través del puente cotidiano de la convivencia amable de personas de carne y hueso que habitan nuestro mundo con sus luces y sombras.

¡Puta que bueno tu libro, compañero!

La generación del 80'
La generación del 80′

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