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El tango “Volver” dice la verdad. Todos somos viajeros de la vida y tarde o temprano, regresamos al punto de partida. Al estilo de Marcel Proust, no podemos evitar la atracción por los detalle perdidos. Así lo pensé cuando en febrero viajamos con mi esposo a Lota. Allí, tomamos contacto con mi amiga de infancia,  Jimena, quien ofreció llevarnos en su vehículo hasta el abandonado pique Carlos Cousiño, cuyo edificio semejaba el corazón en ruinas de un pueblo que alguna vez vibró, sufrió y creció bajo el esplendor del carbón. Caminamos frente a la gran torre del ascensor, escuchando el viento llorar entre los vidrios rotos. Entonces, vimos una puerta entreabierta. “¡Es la puerta que llevaba a la oficina de mi papá!” Dijo la Jimena.

El inicio del juego

Por esas jugadas del destino, yo estuve a punto de nacer en Lota, en la región del Bio Bio. En 1962 el aroma del carbón, del océano y de los humeantes hornos de las panaderías, formaban un entorno olfativo embriagante. En los meses finales de su embarazo, mi mamá se cayó por las escaleras que conducían al mercado y tuvieron que llevarla a Santiago. Así, en la capital me asomé al mundo.

Pocos años atrás, en 1955 mi mamá residía en una pensión de la calle Santa Lucía. Se había independizado de sus padres y trabajaba en una agencia de publicidad. Entonces, ella no imaginaba que el sur la estaba esperando. A esa misma pensión llegó mi papá desde Brasil. Según contaba, el barco que lo traía de Barcelona había arribado a Rio de Janeiro en pleno carnaval.  Al ver ese delirio de colores, mulatas y samba, él se juró a si mismo que esas tierras  tropicales serían su segunda patria.  Sus sueños no se cumplieron y bajó por Sudamérica hasta detenerse Santiago de Chile. La dueña de la pensión le pidió a mi mamá que le mostrara la ciudad al nuevo inquilino español. Cuando llevaban tres años de casados y mi hermana ya había nacido, mi papá recibió una oferta de trabajo de la Compañía Carbonífera Industrial de Lota. Después de un primer tiempo de difícil  adaptación, que incluyó erradicar ratones y cucarachas de la casa, mi mamá aprendió ese difícil diálogo entre la miseria y la esperanza, que era el sello de los habitantes de la “Carbonífera”. Mi papá no necesitó aprenderlo, puesto que como sobreviviente de la guerra civil española, ya conocía el lenguaje, tanto de la pobreza como del espanto.

Plaza del minero -  Del blog Los niños de la encina de Guillermo Herrera
Plaza del minero – Del blog Los niños de la encina de Guillermo Herrera

La muerte y el silencio

Mi papá murió en 1970. Fue un accidente minero, pero no en Lota, sino que en la Anaconda Copper Mining, empresa cuprífera donde alcanzó a trabajar cinco meses. Un año después, unos vecinos nos invitaron al sur. Viajamos desde Santiago en la citrola de mi mamá. Todo transcurrió normalmente hasta que entramos al Club Social, donde varias familias habían organizado una cena en memoria de mi papá. Mi mamá sufrió un colapso y se desmayó. Después de aquel episodio, ella jamás puso un pie en Lota. Mi hermana y yo adoptamos la política de no mencionar nunca el tema. Tal vez, pensábamos que no hablar era como simular que nada había sucedido.  Eso sí, durante un par de años mantuve correspondencia con la Jimena, una de mis compañeras de la escuela Thompson Mathew.

El viaje secreto

Recién en 1982 me acerqué al pueblo de mi infancia. Fue gracias a una amiga del taller literario Ariel, en la Sociedad de Escritores. Ella quería indagar por qué su pololo de Talcahuano no le respondía sus apasionados poemas. Como sus padres se oponían a esa relación, ella planeaba viajar en secreto a Concepción. Yo me ofrecí a ir con ella y también le mentí a mi mama. De esta forma, nos fuimos un fin de semana bajo total “anonimato” a la Región del Bío Bío. Era invierno y nos quedamos en una pensión. Como lo indica la Ley de Merphy, cuando se miente todo complota para que te pillen. De partida, la dueña de la pensión nos robó y mientras mi amiga poeta lloraba, se me ocurrió salir a buscar a Carabineros y la “dama” nos devolvió la plata. En Talcahuano, el inspirador de sus versos la mandó a freír monos y ella anunció que se dejaría morir allí mismo. Me mostró unas pastillas, pero antes de tragárselas, comenzó a arrastrarse por los bancos de la plaza y a vomitar. Solo detuvo su drama cuando la amenacé con llamar a sus papás para que la vinieran a buscar. Se tranquilizó cuando llegamos a Lota. Aquel húmedo aroma y el sonido de la sirena del turno, nos dieron la bienvenida. Entonces, comenzó a llover y llover. Mientras nos empapábamos, me impresionó el cambio de perspectiva de las calles que conocía. En mi memoria, todos los objetos figuraban en un tamaño muy grande, incluso la estatua del minero de la plaza….y claro, recordaba todo más cerca del suelo que del cielo.

Lota. Fotografía de Pilar Clemente.

El reencuentro

Mi amiga Jimena me llamó por teléfono cuando leyó mi nombre en un artículo del diario donde estaba haciendo la práctica de periodismo. Ella se había casado en Lota, pero ahora vivía en Santiago. Entonces, me acompañó al sur para realizar un reportaje sobre mujeres destacadas en Lota y Arauco. Dicho retorno, si bien me permitió contactarme con mucha gente y antiguas amistades, estuvo marcado más por el frenesí periodístico que por los sentimientos personales. Más emotivo fue el viaje de 1990. Para entonces, Jimena y su pequeña hija habían regresado a Lota, debido a su separación matrimonial. Con ella y junto al taller literario “Baldomero Lillo” fuimos al pique Carlos Cousiño, de la ENACAR (Empresa Nacional del Carbón). En la jaula del ascensor me sentí feliz al develar el profundo misterio al cual mi papá descendía todos los días. Después de 500 metros, tomamos un tren que corría por los 11 kilómetros de túneles que operaban bajo el océano Pacífico. Pese al mal precio del carbón, todos comentaban que esa magnífica obra de ingeniería, única en Sudamérica, sobreviviría a todos los obstáculos. “Son más de cien años de cultura minera”, nos decían los trabajadores con orgullo.

Los espíritus del último turno

Regresé a Lota en el 2005. Ni su larga historia, ni las marchas de los mineros frente a La Moneda, lograron revertir la decisión firmada por Eduardo Frei Ruiz-Tagle. El último turno funcionó el 15 de abril de 1997. Gracias a la Jimena, logramos que el vigilante nos dejara entrar a la faena. Todo se encontraba tal como había quedado aquel 15 de abril. En la pizarra estaban los horarios y números de los turnos. En los camarines, las canastas del cambio de ropa para las duchas. La corrosión y el abandono todavía no eran tan desgarradores. El vigilante arrojó una piedra por una rendija de la jaula y después de varios segundos, escuchamos el chapuzón de agua. Melancólico, nos contó que tres días después del último turno, los túneles habían empezado a desplomarse con escalofriantes sonidos subterráneos. La presión del océano requería renovar los puntos de apoyo cada dos días para mantener los 11 kilómetros abiertos.  “La locomotora y toda la maquinaria están bajo el agua”, nos dijo como quien habla de algún ser querido. Recién entendimos lo que significaba la palabra “Fin”. Notamos que en cada rincón, en la maestranza, en las canchas de acopio, parecían resonar los pasos de los mineros fallecidos desde el siglo XIX hasta el fatídico 15 de abril. Creí distinguir la silueta de mi papá, iluminando los rieles con la lámpara de su casco…¿o eran los rayos del atardecer filtrándose entre los fierros silentes?

Volver, volver

Y allí estaba esa puerta entreabierta abierta del viejo edificio. Ahora sí que se notaba el abandono que caracteriza a los pueblos salitreros del norte. A diferencia del Chiflón del Diablo, el pique Carlos Cousiño no es turístico, por lo que su infraestructura semeja el esqueleto de un dinosaurio. Aquel fuerte aroma de mi infancia había desaparecido. La modernidad trajo el gas a las panaderías y ya no está activo el proceso del carbón. Tampoco estaba nuestra escuela Thompson Mathew, al menos, en su edificio original junto al parque Cousiño. Golpeada por diversos terremotos, había sido demolida a mediados de los ‘90. Sin embargo, los pilares del portón y las escalinatas seguían allí. Los únicos ajenos al paso del tiempo eran la estatua del minero en la plaza y la fuente de soda, donde los estudiantes comprábamos dulces y bolitas.

Con la Jimena avanzamos expectantes hacia la puerta entreabierta. Unos ladridos en el interior, nos indicaron que no era buena idea entrar. Nos asomamos a las ventanas sucias. Sin duda, el espíritu del papá de mi amiga, quien había fallecido tres años atrás, había venido a revisar la planificación en su oficina, después de su jornada subterránea. Entonces, mi esposo nos indicó que era hora de ir a comer mariscos en el mercado de Lota, el mismo al que mi mamá había tratado de llegar cuando se cayó por las escaleras. ¡Faltaba tanto por re-vivir! Sé que voy a regresar otra vez, porque las emociones de la niñez nunca terminan de escribirse.

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