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Hace ya meses que estamos viviendo con estupor el caso del Cura Joannon y las adopciones irregulares. ¿Cómo es posible que un Sacerdote permita que se entreguen niños y niñas? ¿Dónde tenía su mente al oficiar misas y ceremonias fúnebres a niños que supuestamente habían muerto? ¿Podía el Sacerdote dormir tranquilo? ¿Estaba conciente él que aquello era un crimen?

No obstante, el famoso Cura Joannon es solo la figura insigne del chivo expiatorio. Ese sujeto que utiliza la misma sociedad para exculpar sus pecados y desembocar en él todas las violencias que significó el hecho. Este Cura, es el victimario, sí lo es, pero es uno de los tantos criminales implicados. Joannon está pagando, en cierto modo, por todos los demás.

¿Qué sucede con los Médicos implicados que debían realizar partos y cesáreas para después decir que estaban muertos? ¿Acaso los Pediatras acá nada deben decir? ¿Cuál es la responsabilidad de las enfermeras que más que testigos, perpetraron los hechos? ¿Acaso no podemos apelar a sus respectivas éticas profesionales y aún morales? Permitan dudar que hoy el periodismo y las redes sociales no reparen en estos sujetos, como si estos, siempre queden en el séquito de los intocables, como tan acostumbrados estamos.

Pero vamos más allá, y tratemos de desentrañar a los verdaderos victimarios, a los que idearon el desarrollo de la trama: los abuelos de esos niños adoptados. Fueron ellos, que escondieron el embarazo de sus hijas adolescentes, que muchas veces pensaron que debían abortar, pero que la solución “más cristiana” fue esconder, mentir y regalar a esos bebés. Y lo hicieron porque tenían miedo de perder su estatus, del “qué dirán”, de ver que una hija adolescente embarazada significaba la pérdida de la mácula aristocrática. He ahí la verdadera violencia. Se devela ahí una sociedad que prefiere mentir y montar un escenario de dolor en torno a la vida.

El caso de Carmen es increíble en su declaración: “Cuando les informé a mis padres que estaba embarazada, lo primero que dijo mi madre fue lo mismo que le escuché a mi pololo: que me hiciera un aborto. Mi respuesta fue tajante e inmediata: ¡No! Y les expliqué que estaba segura de querer tener esa guagua. “Pero, hija, no, ¡cómo!”, fue su lamento. Y ahí empezaron a decirme las típicas cosas que se decían en la época.” Carmen vivió una violencia arquetípica en sociedades hipócritas, que no tiene ningún miedo, en manipular y manejar sus respectivos anhelos, para provocar los objetivos de los adultos que no hacen otra cosa que pensar en la inmediatez.

Son estos adultos, que no asumieron la responsabilidad de la sexualidad de sus hijos y que mediante el discurso recurrente del miedo son capaces de mentir hasta el final de los días. Y que sin ninguna vergüenza, igual a un acto de penitencia – como si eso fuera suficiente – van a un medio de prensa, para denunciar que Gerardo Joannon fue el perpetrador de todos los pecaminosos actos. ¿Dónde está la responsabilidad de ellos? ¿Por qué no merece nuestro espanto la actitud de esos padres-abuelos? ¿Dónde están los periodistas y los verdugos de las redes sociales buscándolos y denunciándolos?

Somos fariseos, expertos en “mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. Nos deleitamos con el espectáculo de las violencias, con el enjuiciamiento a un solo individuo que goza de vitrina pública. Pero esto no es más que una forma para adoptar una hipocresía que esconde una crisis más vasta de la totalidad de la sociedad. Nos da fascinación lo que está de moda: revelar la corruptela católica. Pero seguimos silenciando los abuelos que optaron por la confección de grandes mentiras y crímenes. Mientras, ¿Qué sucedió con esos niños?

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