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Hace 30 años, cuando cumplí los 18, escribí una carta a quien yo consideraba mi mejor amigo en aquel entonces. Esta trataba de la influencia del Lobo Estepario en mí,  o más bien dicho de la identificación que yo sentía entre la vida del personaje y mi vida. Nunca tuve respuesta de mi amigo. Era una carta casi delirante y ciertamente muy influenciada, más que por el libro mismo, por la enorme soledad que sentía en ese entonces. Vivía en una pensión de Valparaíso y había entrado a estudiar Pedagogía en Castellano erradamente, pensando que esa carrera ayudaría a mi vocación de escritor, que ya tenía clara al menos desde mis 14 años.

Me acuerdo que aquella noche en la que escribí la carta, radio Cooperativa anunciaba el triple degollamiento de los profesionales comunistas, ocurrido en marzo de 1985. El escuchar la noticia intempestiva y el  escalofrío en el espinazo fue un suceso simultáneo. Sin embargo y bajo el influjo del horror, olvide rápidamente su contenido y tambien ciertas amistades esotéricas que había hecho en la propia pensión. Todo lo dejé atrás y al otro día por la mañana, viajé  muy rápido a la facultad, para ponerme como fuese al servicio de esa izquierda golpeada por los corvos.

Aún recuerdo una conversación en Santiago unos años después, con quien hoy es el Premio Nacional de Historia, Gabriel Salazar, quien me insistía que la intuición era el primer paso del conocimiento, y sin embargo en la época de la carta, sentí que me estaba metiendo en un mundo de locura, de obsesiones y de irrealidades completas, que mi intuición no valía. Que sólo era real la mutilación, las víctimas y victimarios, el supuesto afuera. Que era el mundo el que me llamaba y no este monólogo interior de invocaciones a realidades  internas y supranaturales, acaso esenciales para definirme justamente en  dicho mundo. Por eso corrí hacia las víctimas y me ensangrenté con sus dolores. Luego el periplo sería lo que Hesse llama en un texto maravilloso el “abismo insalvable entre la realidad y lo que me parecía deseable, razonable y bueno”.

El camino entre esos 19 años y prácticamente toda la década siguiente hasta 1996, no fue sino el desesperado intento, también en palabras de Hesse de “acusar de locura y rudeza al mundo entero” y a partir de esa negación absoluta y concepción dual, tratar de transformarlo a mi imagen y semejanza. Cuanto sufrimiento creé en mi mismo y en los demás por este camino esquismático, como lo llama la sicología profunda. Caí en los “vicios del mundo moderno” a decir de Parra, y en el torbellino de una vida de logros, poderes menores, dominios y violencias. Pues el camino de ver a los otros como monstruos sanguinarios o sagrados, no hizo más que alimentar mis propios demonios, creyendo, por el mero hecho de levantar ciertos deseos valiosos, que eran verdaderos ángeles inmaculados para mi y el resto. Ese es el camino del mal, del olvido del otro, del olvido de la comunidad, pero sobre todo la pérdida completa de la construcción identitaria y de la trascendencia.

Posteriormente entre 1998 y al menos el 2002, es decir a mis 36 años, tuve varios intentos para “que los asuntos del mundo siguieran su curso y pude (entonces) ocuparme de la parte que me correspondía en el desconcierto y la culpabilidad generales” trabajando sistemáticamente mis propios errores y culpas, no aquellas católicas que nos hacen mortificarnos, sino aquellas que nos permiten vislumbrar caminos nuevos,  metodos de acción para cambiar la conducta y reconstruir el alma. Como nuevamente dice Hesse, logré hacerme la suprema pregunta “¿Habré tenido también mi parte de culpa? y, ¿cómo recuperar la inocencia? Pues siempre se puede recuperar la inocencia, si se admite el mal y la culpa y se sufren hasta el fin, en vez de intentar descargar la culpabilidad sobre otros.”

En esta década, de los 2000 he ido y he vuelto, pues  he tendido a mirar intermitentemente el mundo como externo y a la vez como lo que puedo como individuo realizar en mi mismo, para que justamente nuestro mundo, que no es sino uno en el mundo, pueda transformarse. Pues, ¿cómo puedo pedir algo al otro si yo acometo los mismos errores y horrores. ¿Puedo acaso aullar contra la tortura si yo mismo he torturado? ¿O denunciar los genocidios, si me hago parte de alguno creyendo que mis ideas los valen? Y en terminos más cotidianos, ¿cómo puedo pedir a otros que no entiendan el dinero como la meta más preciada incluso por sobre el ser humano, si para mí el dinero es la base de mi existencia, sólo que mi discurso racionalizador lo justifica, pues lo gastaré en cuestiónes valóricas y espirituales supuestamente superiores?

Por ello, entre el ir y venir en espiral, el año 2006 a mis 40 años escribí un libro en que en el prólogo hablaba de ser médico de si mismo y del mundo, es decir como planteara Hesse  “sigo abrigando la secreta esperanza de que con el tiempo mi pueblo también pasará por una prueba parecida (a la mía) no en su globalidad, sino como un conjunto de muchísimas individualidades despiertas y responsables, y que en vez de quejarse y culpar a la mala guerra y los malos enemigos y la mala revolución, millones de corazones se preguntarán” sobre sus propias y responsabilidades y culpas que alimentan el mundo y lo construyen tal como es.

Y ciertamente frente a la momentánea pérdida de la intuición y la reflexión, ya sea por miedo a desentonar completamente en el espíritu de esta época monetarista e individual, quejumbrosa y reactiva, o por miedo a que me vean como un loco y por tanto a ser completamente rechazado, en vez de seguir la carrera de externalidades  me exigo y  una y otra vez volver a mis 18 años y “verme obligado a seguir buscando la causa de mi sufrimiento no fuera de mí, sino en mí mismo” entendiendo que como individuo en actos y en identidad profunda, no soy más que una enorme energía que comprende que la realidad es mi responsabilidad tal cual existe, es decir como la imagen y semejanza de todos y cada uno de las identidades, intenciones y actos de cada uno de nosotros.

Para terminar. Lo que tantos hombres y mujeres estudiosas llaman lo supranatural,  no es sino aquello que va más alla de la construcción de la propia identidad humana, del mundo animal y vegetal, del cosmos e incluso de la comunidad misma. En palabras de Heidegger, es el ser que nos da la espalda y al que nos negamos a mirar cara a cara, y que al no confrontarlo, convierte nuestro necesario habitar el mundo en un mero ocupar. Al respecto espero que un ejemplo simple sirva como idea esclarecedora: cuando le di la espalda a mi ser escritor, con el supuesto afán del compromiso social, me enfrenté vacío al mundo y lo que creí como colaboración apasionada y solidaria en la transformación de mi país, no fue sino un estar ahí disciplinado en el lugar correspondiente del enorme ejército de desesperados, conviertiéndome en un desesperado más. Si mi contribución se hubiese anclado desde mi propio ser, acaso una o dos o tres personas hubiesen podido mirarme como alguien genuino, y sino determinante, al menos como un hombre que con sus errores y limitaciones pudiera haber mostrado que la verdadera transformación a la que millones aspirábamos era un correlato de la reflexión interna, es decir que no podía estar divorciada del afán y del esfuerzo supremo de la transformación de nuestras propias limitaciones y errores individuales.

Por ello Chile hoy, no es sino el mismo Chile de ayer, pues su identidad es dual, con sus terribles horrores embozados, con sus dramáticos egoísmos escondidos, con sus horrorosas violencias reprimidas, que estallan de cuando en cuando y ciertamente esperan el tiempo de los chacales y de las hienas, para irrumpir como una explosión gigantesca, a dentelladas, y así mutilar a  los demás, para imponer verdades que probablemente cambiarán las manifestaciones externas del mundo, sus formas, pero no su ser, porque quienes las enaborlan descargan la culpabilidad sobre otros.

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