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Para ser leído cada 27 de Marzo

Matilde se paró frente al mar a la altura de Punta Brava antes de llegar a San Ignacio. Vio los senderos de espuma blanca que se formaban sobre el agua agitada y se le ocurrió que estos eran caminos infinitamente complicados de recorrer; sin anticipar en lo más mínimo la idea,  pensó en el frío de los pescadores y sintió como literal y metafóricamente se le arrugaba el corazón, la garganta se apretó como si fuera cerrada por un puño invisible que apretaba delicada pero intensamente su débil estructura y la saliva pasó por ella a duras penas. Le sobrevinieron unas profundas ganas de llorar y sabía que no había nada que ella pudiera hacer. Tampoco se contuvo, no había nadie y eso lo hacía más fácil. Nunca fue de quebrarse en público y ésta no sería la excepción. El viento le golpeó completa, las piernas, el vientre, el pecho y el rostro. Tuvo la sensación que ese frío le cubría el cuerpo, endureciendo sus músculos de manera que pronto un dolor agudo se apoderó de todo su cuerpo. Pensó en cómo hacían estos hombres para luchar contra la inclemencia del tiempo y creyó experimentar el padecimiento gélido llevado en extremo, pesó en que debía parecerse al dolor de una quemadura y un recuerdo de su infancia acudió a su memoria como para ilustrar lo que su mente y su cuerpo estaban tratando se sentir.

El dolor era familiar para Matilde, lo había conocido en varias oportunidades y para que no se olvidara de él, éste la visitaba de cuando en cuando, se podría decir que la felicidad en Matilde fueron pequeños intervalos entre un dolor y otro y pese a todo, se había acostumbrado, ella nunca lo decía, pero en sus profundos ojos negros se podía intuir que se podía acostumbrar a todo, el dolor no la amilanaba. Aquellos que la veían con algo de distancia, incluso podrían decir, que la elegancia que le acompañaba era la de una mujer que se ha sobrepuesto a todo y camina con cierto desdén por la vida, no por desprecio, sino por la impronta que te deja el haber renunciado a morir cuando esa  opción era la más obvio y querer seguir viviendo, sólo alguien que ha podido elegir así puede caminar con un aire que pocos han de entender.

Parada en el borde del acantilado pensó en las todas las mujeres de los pescadores, en cómo harían éstas para que ellos recuperaran en lejano calor perdido en noches de plena mar. Se imaginó que por las noches le esperarían sugerentes en sus camas y se apegarían a ellos buscando prender un fuego y mantener un calor que está más allá de carne. Se figuró a estas mujeres en estas duras empresas venciendo el olor a mar y vino que alguno de ellos cultivaba hasta el final del día. Se vio desde fuera y tuvo la certeza que su cuerpo podría encender el calor del más rudo de los pescadores.

Matilde vio los senderos de espuma blanca que se formaban sobre el agua agitada y aseguró que esos caminos debían ser gélidos, sus músculos adoloridos seguían sin responder. Las ganas de llorar habían pasado desde el pecho a la garganta que seguía apretando como un puño invisible, de pronto pensó que esos senderos no se comparaban con los surcos blancos que su amor dejaba de vez en cuando sobre su espalda cuando ella se lo pedía. Cerró los ojos y un suave calor surgió de alguna parte de la memoria, recordó el calor que les inundaba cada vez que se ofrendaban mutuamente. Le pareció sentir los caminos líquidos que ambos surcaban cada noche como un rito que no se debería romper en este mundo, ni en cualquier otro. Le extrañaba hasta cansarse, aunque nunca lo demostrara, ella que había sobrevivido a tanto dolor no podía permitirse una debilidad como esa. Poco a poco, el calor de los recuerdos le devolvió el movimiento e hizo presente que tenía un ramo de flores en sus manos, era un ramo de la flor de la dulzura, que siempre fueron las preferidas de él.

Y como si todo volviera imperativamente a su lugar, recordó que de no extremar el tiempo llegaría al unísono con todos los que iban a verle en esa fecha y ella quería un momento a solas con él. Siempre le reprochó que hubiera mucha gente alrededor de él y a ella le gustaba solos, de a dos; e incluso ahora, que ya no dependía de él, las gentes seguirían llegando de diferentes partes y una vez más, debía ser ella, quien  procurara el tiempo para ambos. Notó como el frío pasaba y comenzó a sentir el sol que aún quemaba con fuerza a fines de marzo. Miró una vez más los senderos blancos y le parecieron hermosos, se daría prisa para tener unos minutos sólo ellos dos, antes de que llegaran todos los demás con sus flores propias y sus propias urgencias.

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