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El curso de mi hermana era temible. Eran producto de un experimento fallido. El objetivo había sido reunir en un solo nivel a las alumnas más destacadas. Las monjitas del Compañía de María jamás pensaron que crearían un “monstruo”: Un grupo de niñas inteligentes, bonitas y ferozmente competitivas. Mientras buscaban cómo devolverlas a sus cursos originales, las  imbatibles “del nivel A” se tomaron todos los cargos, comenzando por el centro de alumnas, la pastoral, el coro, el teatro y las presentaciones deportivas. Corría la década del ’70 y no dudaron en participar en el programa televisivo “Campeonato Estudiantil”, animado por el “lolo” Antonio Vodanovic. Salieron terceras, pero volvieron locos a los camarógrafos. Dos eran las niñas más difíciles de la clase. Peggy y Liliana. La “Pegoty” era la más linda de todas. Alta y de piernas largas, era una mezcla de las actuales actrices Penélope Cruz y Catherine Zeta Jones. Aunque era simpática, nadie se atrevía a ser su amiga-confidente. Se requería de una autoestima muy sólida para no sentirse insignificante a su lado.

Liliana era la “Matea”. Todos los años ganaba el diploma a la mejor del curso. Sus compañeras la  consideraban “densa”, ya que solo hablaba de su obsesión por estudiar Medicina. Hasta primero medio, había sido la tímida rubiecita de la fila de atrás. Gracias a horas de brushing y a un líquido para hacerse “rayitos”, llegó un día con el exacto y fabuloso peinado de Farrah Fawcett, la actriz de “Los Ángeles de Charlie”. Esta nueva apariencia la catapultó a las “ligas mayores”. Como mi hermana poseía las virtudes acuarianas de la empatía y la compasión, se convirtió en el paño de lágrimas de las dos. Claro que la amistad se movía por rieles separados. Las divas eran muy complicadas para correr juntas.

Concurso de reina de disfraces. Pilar Clemente, 1975
Concurso de reina de disfraces. Pilar Clemente, 1975

Un breve reinado

En contra de la tradición, los profesores y el centro de alumnas decidieron elegir una reina para festejar el aniversario del colegio. Peggy fue designada por unanimidad, aunque sin la votación estudiantil. No hubo corona ni trajes, pues la política de las monjas era la austeridad. Una semana antes de la celebración, todas las niñas comenzaron a reclamar. Señalaban que no era católico elegir reinas de belleza, que estos concursos eran un lavado de cerebro de los medios de comunicación y que las mujeres no éramos objetos de consumo. Ante tanta oposición, la “Pegoty”  abdicó.  Entonces, se le ocurrió una idea brillante para relajar las tensiones. Le pidió a su hermano, un “viejo” de 19 años, que la viniera a buscar al colegio. Para comprender esta estrategia se debe recordar que en esa época se necesitaba coraje para esperar a alguien en algún plantel femenino. Había una pequeña placita frente al Compañía de María de Seminario con Providencia. Allí, se  juntaban los valientes. Muy pocos se salvaban del “¡Mijito rico!” o del “acoso sexual” que se les gritaba por las ventanas. Paralelamente, todas las niñas adoraban a las compañeras que eran capaces de “proveer” hermanos, primos o vecinos para asistir a fiestas importantes o a las discotecas. ¡Dicho y hecho! El hermano llegó no solo en motocicleta, sino que vestido a la última moda del programa “Música Libre”. Imposible describir el delirio que sus 15 minutos de fama provocaron en los ventanales del colegio. Después de esa movida, la ex reina recuperó su popularidad.

Concurso de reina de disfraces 2. Pilar Clemente, 1975
Concurso de reina de disfraces 2. Pilar Clemente, 1975

La tanga roja

Mi mamá y la de Peggy trabajaban en la misma oficina en el centro de Santiago. Así, desde mis 12 hasta mis 17 años, ambas familias organizaron diversos veraneos en la costa central. El Tabo, Algarrobo, Mirasol, El Quisco y Punta de Tralca fueron algunos de los lugares que visitamos. Mi hermana y su amiga tenían 14 años cuando las mamás nos compraron las primeras tangas, las que habían sido traídas desde Brasil por una compañera de trabajo. Fue de antología el espectáculo que Peggy ocasionó al caminar por la arena con su modelito rojo. Todas las miradas masculinas convergían en su presencia, las pelotas de tenis se perdían, los helados se derretían y los piropos iban cambiando del acento chileno al argentino. A veces, mi hermana se le unía y la euforia se multiplicaba ante el paso de la rubia y la morena, ambas altas y bronceadas. Yo, sentada en mi toalla, concluía que este alboroto era causado por el prodigio de la bolsita en la que venían los tangas. En portugués se leía la sugerente advertencia “Perigo na Praia” (“peligro en la playa”). Pensé que cuando cumpliera los 14 años me iba a suceder lo mismo. La realidad me demostró lo contrario. Era indudable que mi destino era ser bajita y de piernas cortas. Además, estaba un poco rolliza, así es que mi tanga no ocasionó ningún peligro oceánico. Decidí hacer una dieta estricta. Un mes sin bebidas, cuchuflíes, pan de huevo, palmeras ni NADA. Me puse de un humor espantoso y me bajó “el pavo” completo. Me encerré en la pieza de los camarotes, leyendo novelas y muriéndome de hambre. Fue entonces, cuando la “Pegoty” me propuso que escribiera y dibujara historias entretenidas, donde ella y mi hermana fueran protagonistas. Eso me subió el ánimo. Me compré un cuaderno, lápiz y salí a terreno para imaginar las aventuras de Patricia y Angélica, nombres  “chapa” de Peggy y Angeles, mi hermana.

Santuario de Lo Vásquez, de izquierda a derecha Peggy, Pilar y Ángeles.
Santuario de Lo Vásquez, de izquierda a derecha Peggy, Pilar y Ángeles.

Transparencias marinas

El primer desafío fue inventar un verano fuera de serie. Se me ocurrió situar la historia en Viña del Mar, ciudad que no conocía, pero que era famosa por el festival. Escribí que Angélica y Patricia iban con sus padres a un hotel fantástico, donde habían piscinas esculpidas entre las rocas, jardines con cascadas y un muelle que llevaba al mar. Conocían a unos hermanos guapetones con quienes iban a la playa y navegaban en lancha. Por alguna razón, no les daban permiso para ir a un  bailable en la plaza. Las dos Rapunceles se quedaban encerradas en su habitación, pero los hermanos colgaban unas cuerdas desde el balcón y las rescataban. A la medianoche (había toque de queda) volvían rápidamente al hotel, pero se caían al agua y los vestidos playeros se les pegaban al cuerpo en forma muy sensual. Entraban a la habitación de los hermanos y los cuatro esperaban el amanecer…jugando al ludo. En ese tiempo, nunca comprendí por qué los adultos se reían tanto de esta escena. Según yo, había logrado un perfecto glamour cinematográfico. Cabe señalar, que cuando regresamos a Santiago, pasamos a conocer Viña del Mar, el escenario de mi “telenovela”.

Concurso Mr. Regio con traje de baño sexy. Pilar Clemente, 1975
Concurso Mr. Regio con traje de baño sexy. Pilar Clemente, 1975

El asalto de los gallos

Mi segundo encargo fue escribir y dibujar una de las fantasías más apreciadas del colegio. El llamado “asalto de los gallos”. La mayoría de los planteles femeninos realizaba alianzas con algún equivalente de varones para actividades conjuntas. Una de ellas era la sorpresa o el carnaval, que sucedía una vez al año. Esta consistía en que un grupo organizado de estudiantes tomaba por asalto el colegio de mujeres y secuestraba a algunas alumnas. El objetivo era invitarlas a un refresco o a caminar por el parque Forestal. Circulaban “leyendas urbanas” sobre estos asaltos, inocente emulación del mítico rapto romano de las sabinas. Algunas colegialas contaban que  “los gallos” habían llegado en bicicleta, motoneta, caballos, carretones, con máscaras, con bombas de agua y un largo “etcétera”, que la imaginación iba agrandando en detalles y colores. En el caso del Compañía de María, los aliados casi siempre eran los del Luis Campino (que entonces estaba en la Casa Central de la UC), el Instituto Nacional y el Liceo Patrocinio San José. Obviamente, las “cabras chicas” no corrían en esta aventura, reservada solo para quienes cursaban el tercero o cuarto medio. Inventé un asalto donde las cautivas eran Patricia y Angélica, las que eran capturadas desde el laboratorio de Ciencias Naturales y llevadas a compartir un café helado en el “Coppelia”, pastelería mencionada por Enrique Lafourcade en su novela “Palomita Blanca”, recién lanzada en aquello años.

Uno de los últimos asaltos reales le ocurrió a mi curso en 1979 y fue efectuado por el Instituto Nacional. Esa vez, sucedió un hecho inesperado que acabó con los raptos. Los estudiantes nos esperaron a la salida del portón y nos persiguieron por la calle Seminario. Entonces, una de mis compañeras se detuvo y nos llamó a correr detrás de los varones. Atrapamos a uno, al que le hicimos un “malteo”, le sacamos la chaqueta, la corbata y la camisa. Lo último que vimos, fue la estampida de “institutanos” corriendo hacia la Alameda. Poco a poco, estos carnavales fueron quedando en el pasado.

Seguí con mi oficio de “dibujante de sueños” en mi clase. Con otra amiga, narrábamos historias orales, sobre asuntos que deseábamos que nos ocurrieran en el futuro. Varias compañeras me pasaban cuadernos para que se los coloreara con los temas favoritos: Reinas en todo tipo de vestuario, y parejas en diversas épocas. El pedido más popular fue el “Míster Regio” en trajes de baño sexies. Curiosamente, solo en Brasil y en algunas playas mediterráneas, los hombres de hoy usan trajes de baño parecidos a los que diseñé en los ‘70. En Chile, la moda de playa masculina ha evolucionado en un estilo que haría aplaudir a los puritanos del “Mayflower” de 1620.

Pareja romana (scripto). Pilar Clemente, 1976
Pareja romana (scripto). Pilar Clemente, 1976

Dulce y amargo

Las perfectas del “nivel A” no se salvaron de las vicisitudes de la vida. Algunas triunfaron, otras no. Peggy fue coronada reina “mechona” de ingeniería en la Universidad Técnica, hoy USACH. Sin embargo, un tumor cerebral acabó tristemente con su vida unos pocos años después. Liliana sufrió un colapso nervioso al darse cuenta que odiaba la carrera de Medicina y que los elegantes jóvenes que caían bajo su encanto de “Farrah Fawcett”, la dejaban plantada cuando se enteraban que vivía en el barrio industrial de Vicuña Mackenna. Gracias a los consejos de mi mamá, se cambió de carrera y se casó con un “pololo” que la quería tal como era ella y no por su apariencia. Cosas buenas y malas nos ocurrieron al dejar atrás el colegio. La adolescencia se fue y sus huellas nos quedaron en el alma. Como en el poema de Gabriela Mistral: “Todas íbamos a ser reinas y de verídico reinar; pero ninguna ha sido reina, ni en Arauco ni en Copán”.

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