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La mañana del 31 de octubre de 1973, el joven Tito Cornelio Matías Nahuelpan pescaba arriba del bote familiar junto a un primo. Las sierras picaban sin problemas y salían grandes. La pesca estaba buena. En ese tiempo era muy buena.

De repente, el cielo se oscureció y sintieron un ruido ensordecedor de helicópteros militares. Casi rozaban sus cabezas. Aterrados, llevaron el bote a la orilla y comenzaron a subir hacia la casa en la comunidad mapuche de Maiquillahue donde vivía con su familia, todos evangélicos.

Sintieron que desde los helicópteros los miraban. Tito Cornelio pensó, en ese momento, que los militares creían que la enorme sierra que llevaba bajo el brazo era un fusil. Trató de esconderla, pero no pudo. La dejó en el camino.

Al llegar a la comunidad, todo estaba convulsionado. Hombres, mujeres y niños corrían de un lado a otro, sin entender. Los jóvenes eran obligados a permanecer arrodillados en línea. Los hombres adultos debían hacer una fila frente a cuatro militares armados. La tranquilidad que por siglos había reinado en esta comunidad lafquenche era interrumpida con violencia. Nadie sabía cómo responder. Las mujeres lloraban. Los hombres obedecían.

Comunidad Maiquilalhue fotografía de Sandra Rojas
Comunidad Maiquilalhue fotografía de Sandra Rojas

Todos fuera de sus casas, escuchando las órdenes de los militares. Fue cuando llegó el pastor José Matías Ñanco, padre de Tito Cornelio. Un hombre mayor, respetado por la comunidad, una autoridad.

Qué está pasando aquí, dijo con esa voz de pastor que todos conocían. Ustedes no tienen derecho a venir aquí y tratarnos de esta manera. Cuál es la orden que tienen para hacerlo, preguntó.

Y comenzó a hablarles: ¿Por qué vienen con sus armas? Ustedes no conocen a Dios. Él no vino a matar sino a dar la vida en abundancia. ¿Por qué hacen estas cosas con la gente? Ustedes son unos ignorantes.

Los militares se pusieron nerviosos. Cuatro de ellos comenzaron a acercarse para llevarlo detenido. Pero el pastor siguió invocando a Dios. Todos lo escuchaban en silencio. Una situación demasiado tensa, los militares no sabían cómo reaccionar. Uno de ellos, el más nervioso, tomó su fusil y se le cayó. Asustado, otro de los militares, disparó tres veces contra el cuerpo del pastor José Matías Ñanco.

Un silencio incomprensible se apoderó de toda la comunidad. El oficial encargado ordenó que tomaran el cuerpo y lo bajaran hasta el río. Nunca volvieron a ver el cuerpo del pastor. Su viuda, al día siguiente, recogió restos de sangre que quedaron en el camino y los enterró donde hoy se puede ver una gran cruz que recuerda al pastor.

Conocí esta historia en 1990, cuando me tocó reportear casos del Informe Rettig en regiones. Caminamos casi un día para llegar hasta Maiquillahue, después de viajar por tierra y cruzar un río.

La historia me fue contada con mucho temor por el hijo del pastor, Tito Cornelio. Su relato estaba lleno de citas bíblicas y una resignación sobrecogedora. No quería hablar y todo estaba lleno de metáforas: el cielo oscuro, la tierra enrojecida, el padre muerto. Una tragedia contada desde las distinciones de un hombre mapuche lafquenche, evangélico, al que Dios le había arrebatado la vida de su padre de manos de las fuerzas del mal.

Hijos y nietos del pastor. Fotografía de Sandra Rojas.
Hijos y nietos del pastor. Fotografía de Sandra Rojas.

Dieciocho años después, en 2008, pude volver a Maiquillahue. El trayecto no fue tan largo, era posible llegar en camioneta y en algunas horas. Los Matías Ñanco se acordaban de la entrevista del año 90 y nos recibieron con cariño. Volvimos sobre la historia del asesinato del pastor, ahora para hacer un documental.

En su momento no me di cuenta, pero hoy puedo observar que el relato se había transformado. Ya no había temor, desde luego. Había mayores detalles para contar lo ocurrido ese día, distintos puntos de vista dependiendo de dónde estaba cada uno de los hijos. Aparecían conceptos nuevos: justicia en la tierra y justicia divina; reparación; verdad y la visión de las nuevas generaciones.

Habían pasado dieciocho años. El caso de la muerte del pastor se había visto en la justicia en un larguísimo proceso que determinó que uno de los miembros de la comunidad había denunciado la existencia de armas escondidas en las casas. Era falso y el denunciante hoy está preso. La familia Matías Ñanco había sido parte activa de ese proceso. Los hijos del pastor habían recibido una pensión Valech y apoyo de instituciones de derechos humanos.

Muchas cosas habían cambiado. El camino que conectaba Maiquillahue con otras localidades, la comunicación de la familia con sus parientes en Santiago vía celular, la institucionalidad del Estado para tratar los derechos humanos y, sobre todo, la capacidad de una sociedad de abordar, a veces bien y a veces mal, un tema que a nadie deja indiferente.

Permanecía el dolor, pero aparecía otra visión de mundo que les entregaba nuevos elementos para entender y sobrellevar la tragedia. Una realidad reconfigurada a partir de otras distinciones y relaciones, que da lugar a nuevos relatos y gestos para explicarnos y compartir en este mundo.

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2 Comentarios sobre “Maiquillahue: lugar alto y sagrado

  1. No tenia idea hasta hoy…aunque ha pasado mucho tiempo…me impresiona el testimonio que dio hasta el final…y claramente que muy alto sus valores cristianos y la fuerza de su sangre mapuche…un saludo a su familia y ojala sigan los pasos de quien les dio un ejemplo de vida hasta la muerte…Peukallal

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