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Se podría decir que episodios como estos son más bien sacados de una novela estilo Fahrenheit 451, pero de tiempo en tiempo la realidad nos recuerda que es la mejor fuente de inspiración para la literatura distópica. Desde hace varias semanas, el #Parodocente que mantiene al profesorado movilizado en alrededor de 100 comunas del país por reivindicaciones acumuladas por años, ha contado con respaldo ciudadano debido a la situación de precariedad en que deben desenvolverse los maestros y maestras de Chile. Lo que nos sorprende hoy, son las noticias del carácter que habría tomado una de estas manifestaciones en la ciudad de Temuco ayer 3 de diciembre, donde en medio de una marcha local de más de 4.000 docentes, un grupo de ellos realizó como acto simbólico la quema libros-textos escolares.

Si bien es cierto fue una expresión minoritaria, hay que detenerse a analizar esta situación puntual desde una perspectiva independiente de su cantidad y más allá del conflicto social en el cual se da este episodio, más bien en cuanto a la real valoración social del libro como objeto cultural.

Por una parte, el presidente comunal de de los docentes de Temuco, Joel Chandía, explicó que “esos libros eran antiguos y no tiene otra mayor significación. Fue una forma de manifestar nuestro malestar”. En tanto el SEREMI de Educación Marcelo Segura señaló “hay que respetar a las familias chilenas porque esos libros son financiados por todos, esos libros no los financia el SEREMI. Cada familia – desde la más pobre a las acaudalada- entrega sus recursos para financiarlos a través de sus impuestos”.

En las redes sociales se ha podido constatar el repudio a esta acción, que para muchas personas trae inmediatamente el recuerdo de lo acontecido con los libros y la lectura durante la dictadura cívico-militar: quemas de libros, destrucción de bibliotecas, allanamientos, autocensura, etc. Y si bien es el episodio de nuestra historia más palpable y sistemática para hacer una comparación en cuanto al acto simbólico de quemar un libro como una forma de censura, este episodio puntual releva algunas preguntas.

La dictadura militar (1973-1990) significó el momento de mayor represión y supervigilancia cultural en nuestra historia. La Junta Militar implementó un diseño bélico inspirado en la “Doctrina de la Seguridad Nacional”  que se impusó en todos los espacios de la sociedad donde le fue posible, y en esa perspectiva, frente al enemigo interno que era necesario combatir y exterminar, se persiguieron las ideas, y se le asignó al libro el rol de un objeto peligroso y subversivo, portador de ideas disociadoras. La dictadura hizó todo lo contrario a minusvalorar el libro y por esto fue uno de sus ejes estratégicos de intervención. La censura y destrucción de libros fue durante los 17 años de dictadura, una práctica sistemática de silencio, temor y ataque a la memoria, pero una iniciativa estatal a fin de cuentas.

¿Qué sucede cuando son ciudadanos quiénes realizan estos actos? Los hechos acaecidos en Temuco fueron iniciativa de un grupo de individuos pertenecientes al gremio docente, que en medio de un escenario de conflictividad social determinaron llevar a cabo la quema de material bibliográfico editado por el MINEDUC, libros “públicos” de acuerdo a lo señalado por el SEREMI, editados con recursos de todos los chilenos.

Si bien el primer impulso es realizar la comparación con la quema de libros en dictadura e incluso calificarlo con un tinte político determinado, este hecho más bien se asemeja a lo sucedido el 2006 en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, donde un grupo de encapuchados en medio de una protesta quemó alrededor de 1.200 libros de la biblioteca de la Facultad que estaban en proceso de ser catalogados, los cuales tenían un valor patrimonial. Más allá de indagar si podría caber alguna explicación o justificación de parte de los actores sobre estos dos episodios, lo que nos debe llamar la atención es la escasa valoración que se le da al libro por parte de algunos actores en momentos y contextos determinados. O visto desde otra perspectiva, como una práctica que se cree comúnmente asociada a regímenes totalitarios y propias de Estados de Excepción, es llevada a cabo no por agentes estatales sino por personas o individuos pertenecientes a un grupo social.

Si la dictadura le asignó un valor estratégico al libro y la lectura y por lo tanto una alta valoración que hizó necesaria su intervención, aquí estamos frente a todo lo contrario. Una minusvaloración desde el momento en que se intenta explicar el hecho como “eran libros antiguos y no tienen una mayor significación” en el caso de los textos escolares, o en el caso de los libros de la Facultad de Filosofía y Humanidades donde se argumentaba que eran libros para descarte o que estaban en bodega.. No puede dejar de llamar la atención que las dos quemas más llamativas o significativas de libros en la post-dictadura se hayan producido en espacios académicos o estén vinculados a actores del proceso educativo. ¿Tanto es el desconocimiento por parte de un estudiante universitario de la historia de su propia institución, que no sabe que los libros que quemó en la Biblioteca de la Universidad de Chile eran sobrevivientes de la mayor censura y destrucción de patrimonio bibliográfico acaecida en una institución pública? ¿Tanta es la rabia contenida en el profesorado que un profesor es capaz de quemar un instrumento educativo para manifestar su descontento? ¿Es tan poca la valoración social del libro como vehículo democratizador del conocimiento justamente en sectores donde debería ser una de sus herramientas fundamentales? Y lo no deja de ser preocupante ¿En que parte de nuestra memoria colectiva quedó uno de los hechos más simbólicos perpetrados por la dictadura, la quema masiva de libros y la censura durante esos años?.

La idea no es relevar juicios de valor pero si plantear las preguntas necesarias y abrir el debate. Tenemos una deuda pendiente como sociedad con nuestro pasado, con nuestra memoria, con nuestro patrimonio. El libro fue prohibido, perseguido, destruido, moldeado y elitizado a partir de 1973. Pero la ausencia de un debate en mayor profundidad de lo acaecido en esos años y de un proceso que releve al libro nuevamente bajo una matriz iluminista y emancipadora en el contexto del siglo XXI, permite que aun existan sectores que no le dan la necesaria valoración al libro como patrimonio cultural y vehículo emancipatorio, lo cual concluye aproximándonos como sociedad más a la barbarie que a la “República de las letras”, que alguna vez estuvimos en camino de construir.

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