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Con motivo de la celebración de la peregrinación al Santuario de Lo Vásquez y el cierre de la ruta 78 (Santiago Valparaíso), para permitir que las personas utilicen la carretera en su caminata, me enfrasqué en una conversación más o menos intensa con dos personas por twitter acerca de esa actividad.

Uno de ellos, cientista político de agudo análisis, se indignaba que se cerrara esa carretera por 12 horas y que se dificultara la comunicación entre los dos núcleos  urbanos más grandes del país. Alegaba la separación de la Iglesia del Estado y reclamaba por la laicidad del Estado que permitía que “fanáticos” se tomaran una vía pública para expresar creencias que el estimaba puramente supersticiosas y hasta fetichistas.

El segundo interlocutor era un sociólogo que me manifestaba su extrañeza por constatar que 800.000 personas (el utilizó un término un poco más agresivo y despectivo para referirse a ellos), en pleno siglo XXI siguieran realizando esa actividad, “propia de la Colonia”.

Lo primero que me llamó la atención es su profundo desprecio por esa práctica que solemos llamar piedad popular o religiosidad popular. En segundo lugar, siendo ellos profesionales jóvenes y progresistas, reflejan un desconocimiento bastante profundo sobre la realidad social y cultural del pueblo chileno.

En ambos casos, sólo puedo achacarlo al atávico sesgo iluminista que heredamos del racionalismo y de la cultura enciclopedista de la modernidad. Hemos formado a nuestros profesionales e intelectualidad con un conjunto de soberbia tecnocrática que les imposibilita dialogar con la realidad profunda del país.

Lo religioso y la búsqueda de vinculación con lo trascendente están profundamente instalados en nuestra cultura. Las actuales expresiones de la religiosidad popular son productos de siglos de sincretismo y apropiación por el pueblo de enseñanzas y doctrinas que han sido procesadas original y creativamente y son parte esencial de nuestra identidad cultural.

El devocionario y las expresiones piadosas como las peregrinaciones a la Virgen de la Inmaculada Concepción en Lo Vásquez, a la Virgen del Carmen en La Tirana, a la Virgen del Rosario en Andacollo, La Candelaria, o Santa Rosa de Pelequén y  San Sebastián en Yumbel, llevan siglos de arraigo y sus convocatoria no decae con los años.

Se tienen registros ya en los siglos XVII de la Fiesta de Andacollo y todos los estudiosos coinciden que  fueron una forma de inculturación del catolicismo popular español en las tradiciones religiosas de los pueblos originarios de los valles de Elqui y Limarí, fundamentalmente diaguitas. Los hasta hoy conocidos como Bailes Chinos, no son sino cofradías de  indios de mitas y encomiendas que  adoraban danzando a la Virgen, interpretando rústicos instrumentos de percusión y viento, con acordes simples y reiterativos. Ya en el siglo XX, estos bailes religiosos van adoptando otras expresiones artísticas adoptadas de la música mexicana, de las películas de cine y de la  cultura popular. Hasta hoy existen agrupaciones danzantes y musicales que se llaman “Indios Sioux”, “Apaches”, “Gitanos”, etc., que no son sino que variaciones de los originales bailes chinos que adoptaron la vestimenta que copiaron de las películas  de indios y vaqueros de Hollywood de los años 30 y 40. El dato interesante es que estas agrupaciones hicieron la relectura de relevar a los indios norteamericanos (los malos en las películas) y asociarlos con su propia identidad indígena.

La religiosidad popular se ha desarrollado no exenta de dificultades y a contrapelo de la propia jerarquía católica. El documental Andacollo (1958) de Jorge di Lauro y Nieves Yankovic refleja un poco la dificultosa relación entre el cacique de Andacollo (autoridad vernácula de los danzantes) y el Arzobispo de La Serena.

Pero la religiosidad popular es dinámica, omnipresente, creativa, persistente.

Está presente también en la infinidad de animitas que pueblan nuestra geografía, en especial a la orilla de carreteras, en cruces de caminos, calles y avenidas de casi todas las ciudades y pueblos de Chile. La animita no es sino un monumento, de dimensiones y materialidad variable, construido en el lugar donde una persona ha fallecido en forma violenta e inesperada, habitualmente producto de un accidente de tránsito, pero también como víctima de un asesinato. Los familiares y amigos suelen instalar una cruz, otras veces una pequeña gruta y luego se va poblando de imágenes ( la fotografía del difunto), estatuas religiosas que representan a la Virgen o algún Santo, luego pequeños arbustos, cercos y velas, muchas velas. Las mismas personas que construyeron la animita la mantienen y heredan a sus familiares el cuidado y mantención del monumento, así como su crecimiento. Suelen visitarlo con una frecuencia que va desde  diariamente hasta anualmente. En algunas ocasiones, otras personas le achacan a esa animita el carácter milagroso o protector y van agregando pequeñas placas de agradecimiento o reconocimiento. En las carreteras, cuando el automovilista pasa frente a la animita es frecuente que hagan sonar sus bocinas en señal de saludo y respecto y no son pocos los que bajan a regar las plantas, encender una vela o dejar flores.

Un aspecto interesante de las animitas y su conceptualización como mecanismo de santificación de los difuntos por aclamación popular (propio de la primitiva Iglesia), es la idea que estas personas que fallecen imprevista y violentamente, es que su alma (o parte de ella) se queda en el lugar donde  murió y que su invocación y solicitud de intercesión es eficaz para vincularse con lo trascendente o divino. No es extarño, en consecuencia, que mucha de estas animitas sean calificadas de milagrosas, lo que alimenta su devoción.

En años recientes, tanto en Chile como en otros países de Latinoamérica, se ha hecho popular la devoción de los artistas fallecidos en forma trágica. En Argentina ya aconteció con los cantantes de música villera Gilda y Rodrigo Bueno. En Chile, el fenómeno se refleja en el animador Felipe Camiroaga. La gente compra calendarios con su imagen, hay fotos de él en casas populares y su tumba en Villa Alegre es un verdadero lugar de peregrinación.

No falta en oficina (pública o privada), alguna estampa religiosa, o rosarios y cruces colgando de los espejos de automóviles o alguna expresión pía en medios de transporte público.

Desde mediados del siglo XX se ha sumado una nueva expresión de religiosidad popular: la predicación callejera del evangelio, a cargo, fundamentalmente de pentecostales que lo hacen individualmente en plazas y paseos o bien organizados en procesiones que recorren poblaciones o bien con agrupaciones musicales en plazas y parques, en un movimiento masivo y extendido, que congrega a miles de personas. El pentecostalismo ha recuperado una nueva figura, que el catolicismo combatió con firmeza: el santón, ese hombre iluminado que se comunica directamente con Dios. En el Chile del primer siglo de la República los hubo y muchos, que fueron catalogados como dementes o desquiciados y terminaron encerrados. Ahora, en cambio, son personajes que construyen congregaciones de pocos y a veces miles de seguidores. Los hay radicales (como los teocráticos) y otros patéticos (como el Pastor Cid), hasta folklóricos (como el Profeta de Peñalolén) y los menos, desquiciados (como Antares de La Luz). No obstante, la mayoría de ellos, son personas de verdadera santidad, seguidos por cientos y constituyen comunidades cerradas, altamente organizadas y con un acentuado sentido de pertenencia, que son una poderosa realidad en las poblaciones marginales de nuestras ciudades.

Volviendo al origen de mi disputa tuitera sobre la religiosidad popular, baste señalar que me sigue pareciendo  extemporáneo pretender que lo religioso quede fuera de la esfera pública, más en un país con raíces como las nuestras, donde la matriz cristiana es esencial.

En segundo lugar, argumente, que un grupo de personas (bastante numeroso, hay que reconocerlo), decida realizar una peregrinación es motivo suficiente para que el Estado adopte las medidas que aseguren la vida e integridad de esos ciudadanos. Usando una analogía, es lo mismo que se produce cuando los estudiantes o cualquier otra agrupación de personas, decide marchar por la Alameda de Santiago. El derecho a la libertad religiosa no implica solo respetar su ejercicio, sino que garantizar que él se haga de manera segura y con los resguardos que sólo el Estado puede proveer.

La religiosidad popular, en tercer lugar, es una expresión absolutamente legítima. En lo personal nunca he practicado alguna de las manifestaciones que a ella se asocian, pero lo concreto es que su práctica es sana, y las personas que la ejercitan evidentemente se encuentran regocijadas y felices al hacerlo. Es más, ellas experimentan una genuina comunicación con su divinidad y ello me parece que debe respetarse, jamás violentarse ni menos ningunearla como manifestación de barbarie.

Una buena demostración de la salud de una sociedad es que nadie menosprecie las prácticas religiosas de algunos de sus miembros.

Link de referencia: animitas en Chile

 

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2 Comentarios sobre “Religiosidad popular como signo de identidad

  1. Los paises que se han desarrollado sicologicamente y culturalmente a tres del tiempo, lo han hecho sólo y exclusivamente seprandose de los dogmas religiosos. El modernismo implica adaptación, y para eso se necesita entendimiento racional. Ejemplo; rezando en fila a una virgen de donde sea, no nos libraremos de la contaminación extrema de ciudades… se necesita racionalidad.

  2. Que prefieres; “soberbia tecnocrata”? o “soberbia dogmatica”, creo que la segunda tuvo bastantes años reprimiendo y asesinando personas. Y ese “sesgo iluminista” heredado del recionalismo, claramente liberó al hombre del yugo de las religiones. No digo con esto a q no veneren a sus dioses, pero hay que separar las aguas…

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