Compartir

Las películas e historias que exploran la relación de maestro con aprendiz, en general, son atractivas. Pero “Whiplash” que está nominada a Mejor Película por la Academia, es un deleite del séptimo arte.

La cinta en sí es obsesiva. Muestra con detalle, cómo las pretensiones del ego puede provocar la autodestrucción, dinamitar además el entorno y caer en un espiral tóxico y silencioso, a pesar de que en los oídos del protagonista es puro estruendo. La explosión del ego es silenciosa, siempre, ante los ojos de la indiferencia de quienes nos rodean, y eso hace demostración esta película dirigida por Damien Chazelle.

Un equilibrio precario lo suficientemente consistente para que el guión fluya solo. Ese equilibrio es la balanza entre la relación del aprendiz con su maestro, donde el odio, la rabia, son tubos de escape de las frustraciones del segundo. Y así, Andrew – una prodigiosa actuación de Miles Teller – se define en función de su misión, que la convierte en redención: superar a Buddy Rich, algo que cualquier conocedor del jazz, sabe que puede ser imposible.

Es ese imposible, del cual se sostiene toda la actuación de J.K. Simmons – interpretando a un incombustible Terence Fletcher -, quién una vez más, demuestra ser un actor sorprendente, dinámico y con una fuerza desbordante que nos deja  extasiados, sobre todo con esos gestos que parecen hipnóticos. Es que, es verdad: el Maestro de manera recurrente guía a sus aprendices en el camino con un sentido de encontrar su realización total a través de los otros. Ya ha renunciado a la epifanía, ese acto divino, en el cual se transforma en semidios o encuentra la fórmula alquímica de convertir todo en oro, una renuncia que lo obliga a pedir en los nóveles el todo por el todo. Terence, en esa dinámica, quiere que sus aprendices renuncien a su propio ego, fusionándose con el colectivo que no es otro que la manifestación de él mismo. He ahí la psicosis de todo esto.

En toda la cinta, uno como espectador, se está preguntando si todo esto es necesario, porque parece que Terence está equivocado, que es la suma maldad manifestada en un director de orquesta. Uno se inquiere, si el protagonista renunciará a sí mismo, y uno tiende, indefectiblemente, a querer que no lo haga, aunque sea para superar al mejor de los mejores. Así, en una sinfonía de secuencias donde la luz juega un papel fundamental en el relato de la trama, la película avanza como un suspenso al borde del terror psicológico, para desembocar en un final cardíaco pero totalmente bello. Véala la película, está imperdible.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *