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Desperté temprano aquella mañana, la sensación de que ocurría algo novedoso aquel domingo me despabiló rápidamente.  Con la familia habíamos programado el día anterior un pequeño viaje.  El tiempo atmosférico apoyó favorablemente nuestra excursión y amaneció de buen talante: muy celeste y prístino, avivando nuestras expectativas.

Lo primero fue beber un café y luego sumarme a la tarea familiar de tomar los insumos necesarios para el viaje. Y lo importante para mí fue recoger la máquina fotográfica alistada la noche anterior; mi entusiasmo era grande ante los nuevos escenarios que podría capturar.

Partimos tomando la avenida que rápidamente nos conectó con la carretera principal; hicimos un alto para una carga de combustible, aprovechamos de hacer las últimas acomodaciones al interior del vehículo, también hacer una selección musical para amenizar  el trayecto y, al fin, iniciamos el viaje.

Un buen tramo de kilómetros de la carretera bordea el Estrecho de Magallanes, de cuyas aguas, cada mañana, pareciera que el sol emerge; las imágenes en mi memoria de aguas destellantes, de una superficie perfectamente plana, símil de una lámina gigantesca de plata bruñida, se materializó ante mis ojos una vez más y a pesar de las cientos de veces que he presenciado aquel espectáculo, siempre me embarga la ensoñación.

Los ojos  son maravillosos, podemos abarcar distancias inmensas sin movernos de un lugar, por su intermedio nos colmamos de paisajes, de colores y de toda particularidad. Conforman dos puertas por donde ingresan a nuestro interior los escenarios, para dejar huellas imborrables, como si cada panorama tuviera pies y al rozarlos con la mirada éstos nos caminaran amablemente el alma.  Es siempre un encuentro nuevo.

Continuamos el viaje, éramos tres; a pesar del ruido del motor, de la música, un silencio intenso se impuso y lo dejamos ser, se hacía necesario para asentar la carga ingrávida que recogíamos en la ruta.

Fotografía Urzula Paredes

En un punto determinado se hizo un viraje hacia la izquierda para enfilar hacia nuestro destino, se quebró nuestra abstracción, hicimos comentarios varios y fue el momento de dar lugar a uno de los libros elegidos para el camino y, para mí contento, hubo acuerdo para hacer una lectura en voz alta.  Esta vez resultó elegida la surrealista experiencia de Gregor Samsa despertando una mañana convertido en un gran insecto (La Metamorfosis de Franz Kafka). Curioso cóctel éste, el de sumergirse en un relato de asfixia existencial, kafkiano, en medio de lo verdaderamente concreto, libre y liberador, me refiero a:   un viaje, la naturaleza y a la energía que brota de ellos.

La ruta se abrió luego por espacios increíbles, tal vez mis favoritos…  ¿cómo los describo en toda su magnificencia inspiradora y también con su necesaria carga de contradicciones?:  un lugar donde el viento da latigazos, donde las asperezas rasgan la piel, de horizontes de soledad sin fronteras, de planicies interminables y vacías, donde habita el frío lacerante y pasiones salvajes, tránsito de almas desgarradas, recorrido de fantasmas trashumantes, de gritos, lamentos sordos, donde se eterniza el invierno, el abandono y el olvido.  Pero también espacio de cielo infinito, de calipsos y blancos perfectos y también de bellos matices, reino de auroras y ocasos incandescentes, paleta de todos los colores posibles, de montañas y cumbres lejanas envueltas en misterios, de horizontes inagotables, hervidero de sueños, utopías, mundos diversos, silencios colmados de voces, vacíos colmados de formas, luz, espacio, tibiezas, atardeceres de zumbidos, mañanas de graznidos, de bosques muy quietos color liquen, de promesas inagotables, sorpresas de flores, saltos de liebres, ternezas de armadillos, de apariciones geológicas,  inmensidad centrífuga, hogar.

En el recorrido seguimos haciendo las pausas para saber de Gregor Samsa y su nueva forma de gigantesco insecto; comprobamos que más que su metamorfosis, le inquietaba no cumplir con sus obligaciones, no perdía la esperanza de volver a su forma humana y, en caso contrario, contaba con la comprensión de su jefe y familia y que podría, de alguna manera, seguir sosteniendo el bienestar de esta última.  Pasaron días y meses y su corazón seguía siendo humano.

Después de dos horas y media de viaje, arribamos a la mítica ciudad de Puerto Natales.  Había pasado un buen tiempo sin visitar esta ciudad y la redescubro remozada, ataviada adecuadamente para dar gusto al consumidor extranjero que busca la naturaleza aún vírgen y la espontaneidad de ciudades y sus habitantes.  No quiero decirlo, pero lo diré, y los natalinos me odiarán: el turismo ha envanecido a la ciudad.  Gente y lugares sencillos han transmutado hacia espacios y formas competitivas por afanes lucrativos, que ponen en peligro justamente la belleza del entorno natural y un estilo de vida con identidad.  No me niego a los cambios, pero hay que tener claridad hacia qué cambios apuntar. Pero para otro momento guardo la crítica, hoy hablo de un paseo dominical.

Rebuscaba en mi memoria las imágenes guardadas de esta ciudad: aguas tranquilas, cumbres montañosas coronadas de nieve como telón de fondo, cisnes cuello negro navegando su graciosa forma sobre el agua, rosados flamencos imponiendo su inusitado color, grandes rocas en la orilla.  Ese domingo hallé un mar agitado donde cada ola estaba coronada de espuma blanca, el viento era el responsable; las montañas eran las de siempre, insondables, incólumes al fondo, y la bóveda sobre nosotros estaba semi cubierta de nubes grises, dejando ver de vez en cuando el azul cielo.  Cisnes blancos y uno que otro de cuello negro y patos salvajes, hábiles navegantes todos ellos, se desplazaban entre las inquietas olas. Sin duda un hermoso día, del que guardé muchos momentos.

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Esa costanera reservaba más sorpresas.  En su recorrido nos encontramos con un lugar donde ciertas personas, ayudadas por la tecnología moderna, cortaban la dureza de grandes piedras; al frente de ellos, cruzando la avenida, estaba la explicación: un galpón antiguo, que haciendo gala del tiempo y la nostalgia, cobijaba las esculturas de los que afuera estaban en la tarea de iniciar el proceso que da vida trascendente a las rocas.

El domingo no se detenía y, habiendo alimentado el estómago, seguimos recorriendo la ciudad.  Contaba con el comprensivo aguante de mis acompañantes para seguir en la búsqueda de un ángulo hasta ese momento no visualizado y que se guardaba para mí.  El juego del viento y la luz me parece fascinante, permite descubrir un cara y sello en todo aquello que no se opone a la fuerza del primero, hace posible oír el bullicio del follaje, y admirar la armonía o cierto orden que permanece en el ramaje sometido a los giros impredecibles del soplo más feroz.

Donde la luz hace gala de su efecto es en el agua y en las piedras que moja.  El lamido múltiple, alocado y espumoso del mar sobre los roqueríos, es un espectáculo de contactos, dispersiones, estallidos, chasquidos, vuelos, destellos, mini arcoiris que se asoman y desaparecen.

Entre tanto, y en una triple o cuarta prisión, Gregor Samsa transmutado en insecto y confinado entre las páginas del libro que dejamos en el vehículo, esperaba para que sepamos de su destino final, al que por supuesto no me referiré en consideración de quienes aún no lo conocen.

Fotografía Urzula Paredes

El último re-descubrimiento lo constituyó un abejorro, agraciado insecto volador que, absorto sobre las flores bebía de su dulce néctar, no le preocupaba mi presencia.  Con mucha insistencia logré, apenas y entre muchas, una toma digna de su afán silvestre y de su existencia libre y sin preocupaciones.

Lo que quedaba del día fue dedicado al retorno a casa, volvíamos alegres y renovados y yo entusiasmada con mi enorme y liviana carga de sorpresas.

 

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