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El libro de Rodrigo Fluxá “Zamudio: Perdidos en la noche”, que luego originó una miniserie televisiva en Televisión nacional, con el mismo nombre, nos permite avizorar la cara oculta de Santiago, aquella que no vemos, sino que percibimos a retazos o cuando explota en algún evento dramático y doloroso: la ciudad violenta y dura.

Santiago ha cambiado en las últimas décadas y es una gran ciudad. Muchos ya reconocen que tiene un atractivo poderoso. Publicaciones internacionales la reconocen como un destino recomendable.

Su geografía humana, no obstante sigue siendo la misma. Una ciudad de campesinos que emigraron a la ciudad, prisioneros en casas y departamentos minúsculos, que siguen añorando la tierra perdida. ¿Cuánta frustración tendrán millones de personas que no pueden sentir la tierra húmeda en la mañana, escuchar el trinar de los pájaros  o sentir el viento silbando en las hojas de los árboles en la tarde?.

Santiago es una ciudad dura y violenta. Es una violencia silenciosa, extendida, profunda, que se disimula entre la actitud retraída de sus habitantes, el audífono que te aísla, la prisa permanente, la indiferencia frente al ataque criminal, la indolencia con al daño patrimonial, y la explosión iracunda en actos masivos.

Cuando se camina por las calles del centro de Santiago se puede advertir el ejército de personas que la ciudad ha consumido, enfermos de las patologías mentales más severas, deambulan mendigando, extraviados, abandonados, sin que nadie realmente los vea.

Hace años que en la Plaza de la Constitución, justo a un costado de La Moneda convivían dos personajes: una mujer joven, de unos 25 a 30 años, con evidente discapacidad intelectual, que permanecía viviendo en la calle y dormía en uno de los escaños cerca del Monumento al Presidente Frei. Estuvo embarazada varias veces. El otro personaje era un jardinero, de mucha edad, que cuidaba las flores de la plaza. Murió, a los 81  años, en plena plaza, trabajando. De la mujer nunca más se supo. Santiago y sus habitantes, no tuvo piedad con ellos.

La violencia de Santiago explota en sus noches. Se hace evidente cuando ya no hay luz natural. Cual ejército de zombies, personajes diversos ocupan sus calles y salen de sus madrigueras. Baste caminar por sus parques y descubrirlos.

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Una tocata anarco punk convoca a los personajes que van desde el joven amante de la música hasta el desquiciado violento que quiere expresar su odio contra el sistema y que se concerta con otros para provocar una estampida y entrar gratuitamente a un recinto ubicado en la principal avenida de la ciudad. Hay muertos, que fallecen aplastados por los que fuerzan la entrada. Agreden a los paramédicos que van a ayudar a los heridos y ponen barricadas para que no se acerquen los bomberos. Cuando la policía logra desalojar el recinto, algunos se quejan que hayan suspendido el concierto. La vida humana ya no vale para ellos.

La violencia también de las infinitas agresiones entre jóvenes borrachos y drogadictos, de asaltos a trabajadores que vuelven o van a sus labores. No me olvido de un trabajador asesinado a martillazos en Namur con la Alameda, que se defendió de un asalto.

Esa parece ser también la historia de Daniel Zamudio y sus agresores. Todos compartían como sello distintivo la marginalidad, la ausencia de perspectivas de vida, los fracasos personales y su deambular nocturno por las calles de Santiago. Semejan prisioneros que no pueden escapar de una prisión gigantesca que es Santiago, con paredes invisibles, pero que todos saben dónde están.

El  nocturno en que se han convertido las calles de Santiago, es testigo de miles de jóvenes que construyen una identidad precaria y frágil, lastimosamente pobre, hija de las modas y las influencias más disímiles. Habitamos una ciudad se huérfanos, de emigrantes que dejaron los campos y que con el transcurrir de los años y las generaciones no han encontrado aquí su hogar. Son los nuevos huachos citadinos.

En cierta forma, los jóvenes de la noche trasuntan el fracaso de una sociedad completa, incapaz de darle sentido y futuro a la vida unos  jóvenes que ya se encuentran irremediablemente perdidos.

En el libro de Fluxá, se plantean muchas tesis, pero la más potente es su analogía de Santiago como un laberinto, donde sus habitantes se pierden, para nunca salir de él.

Todos, en cierta medida, permanecemos como prisioneros de Santiago, perdidos en sus calles y sus noches, y terminamos, en definitiva, consumidos por el minotauro, como en el otro laberinto, el de la mitología griega.

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