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Encontré una maleta. Me topé con ella cuando vendí el departamento donde mi mamá vivió sus últimos años. La hallé en el último rincón, mientras escarbaba en la amenazante acumulación de la bodega. Parecía haber escapado de alguna película en blanco y negro, con sus tapas de cartón forrado y sus hebillas de metal. Recuerdo haber oteado brevemente su contenido y luego, la maleta se fue a reposar a otro rincón en el desván de mi hermana. El año pasado, la maleta siguió su viaje hasta mi casa en la playa. Tal como lo temía, la humedad comenzó a dejar sus huellas de óxido. Una tarde de sol, decidí ventilar en el patio cada una de las cosas que mi mamá había guardado.  Lo primero que tomé fue una bandera española de seda, una camisa de hombre de lino verde, una corbata tipo humita -comprada en Barcelona- y un vestido muy ajustado, de cuello Mao y estampado en flores lilas y grises, que debió haber hecho lucir muy sexy  a mi mamá.

Un trozo de vida en 1957

Me pregunté por el criterio de selección de las prendas. Ya sabía que mis padres se habían casado en una sencilla ceremonia en la Iglesia San Crescente, del barrio Santa Isabel. Ella tenía 21 y él, 28 años. Sin duda, la ropa tenía algo que ver con el pololeo o el matrimonio, pues no hubo fiesta, traje blanco o fotos porque mi mamá se había peleado con mis abuelos, y mi papá era un inmigrante español, con no más de un año en el país. De la pensión en la que se conocieron, cerca del cerro Santa Lucía, se cambiaron a un departamento en el barrio hoy conocido como “Italia”, donde vivió su infancia el escritor Enrique Lafourcade, quien detalló las características de esta zona residencial en varios cuentos y artículos. En las callecitas arboladas coexistían el pecado y la virtud. La juventud se reunía en el cine Italia y los varones cumplían sus ritos de adultez en los numerosos bares y clandestinos dedicados al juego y al “farol rojo”. Las casas eran de fachada continua, con grandes patios interiores, plenos de jardines y gallineros. No faltaban las fuentes de soda, donde se bebía Coca cola con helado de vainilla, acompañada por hot dogs y sándwiches que se comían con tenedor y cuchillo. Me imaginé a mis papás en su urbana y austera Luna de Miel, colocando monedas en las rockolas para escuchar las canciones románticas de Elvis Presley, Lucho Gatica y la nueva sensación del grupo argentino “Los Cinco Latinos”, quienes se dieron  a conocer en aquel año con “Amor Joven”. Paralelamente y con menos “bombo”, Violeta Parra lanzaba también su primer álbum “Canto y Guitarra” a través del sello Odeón, lo que generaría el movimiento del neo folklore, que sería casi tan popular como la nueva ola chilena. Pese a la placidez del barrio, 1957 no fue un año fácil para el país. Se vivía el segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, un ex dictador que había regresado a La Moneda en 1952. Fue la primera vez que las chilenas participaron en una elección presidencial. Ellas fueron motivadas por María de la Cruz, líder del Partido Femenino, quien promovió la campaña bajo el lema “General de la Esperanza”, apelando a las similitudes entre el uniformado chileno y el carismático  general Juan Domingo Perón, quien arremetía en Argentina con su indiscutible retórica tanguera. María de la Cruz se transformaría en la primera senadora de Chile, pero sería “defenestrada” por las mismas mujeres que la apoyaron. Su indiscutible lealtad al argentino le jugaría en contra, cuando en 1955 la Revolución Libertadora sacara a Perón desde la Casa Rosada y del país. De la noche a la mañana, haber sido amigo o admirador del argentino ya no era de buen tono.

Una bandera y una corbata Fotografia de Pilar Clemente
Una bandera y una corbata Fotografia de Pilar Clemente

La batalla de Santiago

En abril de 1957, dos medidas impuestas por el gobierno, como la baja en los salarios y el aumento del precio de la locomoción colectiva, gatillaron una serie de protestas en la capital y en Valparaíso, las que culminaron con 20 muertos y centenares de heridos. De este desgraciado evento surge la expresión criolla “dejar la escoba”, puesto que este utensilio había sido el símbolo de la campaña electoral de Ibáñez. Se suponía que barrería contra la delincuencia y la corrupción política, sin embargo, el uso de las fuerzas armadas en contra de la población y la aplicación del Estado de Sitio, pavimentaron el camino sin retorno del militar. De hecho, fallecería de cáncer en 1960.  Así, durante el segundo aniversario del matrimonio de mis padres, los muros urbanos se tapizarían de carteles para las elecciones de 1958, donde saldría elegido presidente Jorge Alessandri, seguido muy de cerca por salvador Allende y Eduardo Frei Montalva, a quienes el futuro les reservaría el sillón presidencial. Los diarios de la época polemizaban con la curiosa candidatura del “Cura de Catapilco”, Antonio Zamorano, quien se había presentado en forma independiente en un nuevo partido de izquierda laborista. Una vez conocidos los resultados, los rumores de la revista “Topaze” sindicarían que habría sido un candidato “encubierto” por la derecha para restarle votos a Allende.  Se vivían los últimos años del señorío de la radio como medio de comunicación hogareña. Los diarios y revistas se editaban tres veces al día para satisfacer la curiosidad de los ciudadanos, en un mundo donde las fotos y caricaturas valían más que mil palabras.

La memoria em cajitas Fotografia de Pilar Clemente
La memoria em cajitas Fotografia de Pilar Clemente

Los bordados y manualidades

Los otros tesoros de la maleta fueron ropitas y sábanas de guagua, junto a nuestros velos de primera comunión. Todas las piezas habían sido cosidas, tejidas y bordadas a mano por mi mamá.  Estos detalles hablan de la década en que mis padres dejaron atrás Santiago y se instalaron en Lota, en la región de Bio Bio. Si bien mi papá logró un buen empleo como técnico electricista en las minas de carbón, mi mamá tuvo que dejar su trabajo como secretaria para dedicarse a ama de casa. Las habilidades domésticas de las mujeres valían oro en las poblaciones pequeñas, alejadas de los grandes centros urbanos. Era común ver a las madres de familia lavar las lanas de los chalecos viejos para tejerlas otra vez, en azul y blanco para el colegio o mezcladas con colores para “salir”. En aquellas cocinas de hierro que funcionaban todo el día con la energía del carbón, la repostería casera y el pan eran claves para bajar los costos del hogar. Era importante saber cocinar un menú con las sobras y los interiores de animal que vendían en las carnicerías, así todas intercambiaban recetas. Para cumpleaños y otras celebraciones, las madres solían guardar cartulinas, lentejuelas, botones, cintas y otros materiales comprados en algún viaje a Concepción o Santiago para confeccionar las tarjetas de invitación, gorros, sorpresas y hasta manteles. Como casi nada se compraba hecho, había que preparar los pastelitos, canapés, postres, tortas, gelatinas y el infaltable chocolate caliente con naranjas, pocos días antes del evento. Y todas se ayudaban por turnos. Las mujeres más humildes solían ganarse la vida como lavanderas o vendiendo pan y mariscos. A todo nivel, las buenas costureras eran muy apreciadas. Si eran capaces de bordar y copiar los vestidos de las artistas de cine, podían ganar sus pesitos. La telenovela mexicana de inicios de los ’70, “Simplemente, María”, se basa en el valor que en esos tiempos se daba en Latinoamérica a las manualidades femeninas. Se trataba de una joven pobre que, gracias a una máquina de coser, su buen gusto e imaginación, lograba desarrollar un negocio millonario. En cuanto a los velos de la primera comunión, reflejan los cambios que se habían producido en las parroquias después del Concilio del Vaticano II de 1962. La idea era simplificar los  sacramentos y erradicar totalmente la vanidad y los altos costos que asumían las familias en los bautizos, primeras comuniones y matrimonios. En 1967, año de nuestra ceremonia, ya se había decretado que los varones usaran solo el uniforme escolar. Para las niñas. Se cambiaron los vestidos tipo novia por otros de moda sesentera, muy baratos y fáciles de hacer. Ganó la moción de la minifalda por lo que tuvimos que usar pantis blancas para no mostrar las piernas. Nótese que un año después en Colombia, con la reunión en Medellín, el Episcopado Latinoamericano avanzó en la doctrina social de la iglesia y se dispuso también para las niñas el uniforme escolar en dicho sacramento. Incluso, hasta la década del 80’ la Iglesia promovió los casamientos austeros. Recuerdo haber asistido a muchas bodas modestas, pero ricas en espiritualidad. Hoy, el mercado y la globalización del glamour han exacerbado el derroche y el consumo en estas fiestas que cada año son más caras y ostentosas.

Telas de la memoria Fotografia de Pilar Clemente
Telas de la memoria Fotografia de Pilar Clemente

¿Qué dejaremos atrás?

Mi mamá cerró esa maleta después del viaje a Barcelona de 1969, donde por primera vez nos encontramos con la familia de mi papá. Ella guardó los boletos de avión y los souvenirs comprados en aquella ocasión, como los muñequitos vestidos en trajes típicos y los toritos con los que mi hermana y yo jugamos en nuestra estadía. Un año después, morirían mi abuelo y mi papá. Un capítulo se había cerrado en la historia de mi familia. Me pregunté sobre los recuerdos físicos o espirituales que dejaremos a nuestros seres queridos. ¿Qué contarán nuestros hijos y nietos sobre nosotros? Fernando Ubiergo, en su canción “El tiempo en las bastillas” nos da una pista:

“Dicen que el tiempo guarda en las bastillas, las cosas que el hombre olvidó, lo que nadie escribió, aquello que la historia nunca presintió”.

No importa lo que guardemos en una botella, caja o maleta… alguien encontrará lo que nos ata y desata.

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