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A un pintor de mariposas.
Las pintó hace casi cuarenta años en un jardín.
Era primavera, la primavera del infierno, los bandos, las huidas, la tortura.
¿Se acordará?
¿Y su mujer?
¿Habrán sobrevivido?

Le tiritaban las manos, había  huido de un centro de torturas, su mujer estaba embarazada y prisionera en ese mismo lugar.

Cuando me hablaba,  yo  imaginaba un lugar oscuro, fétido,  todos apretados en una pieza con hambre, pasándose tal vez un papelito, buscándose entre ellos  cuando los llevaban al baño amarrados y con vendas en los ojos.

Él sabía que en ese momento, ella estaba viva.

No sé cómo se llama, nunca lo supe, porque no tenía que saberlo.

Le decían El Chico. Era artista. Había tenido un departamento- taller, pero se lo allanaron los de la Dina:

-Me robaron todo, me contó ese día. Nunca voy a poder volver ahí.

Yo tenía trece años, el pelo largo, debía ir al colegio, pero me habían dejado abandonarlo para estudiar mi violonchelo.

Mi mamá  escondía gente en la casa. Gente que tenía que ser asilada en una embajada, gente que no tenia dónde estar.

La casa era segura, tenía un jardín interior, los vecinos no tenían cómo ver las cosas que pasaban dentro. Por eso ellos se quedaban ahí, llegaban como amigos de alguien, como había llegado siempre los amigos a una casa abierta.

Nadie preguntaba. Les hablábamos como a los amigos. No salían. Se quedaban semanas  y  nunca decían su nombre, esa era la consigna.

Leían,  dormían, ayudaban, escuchaban la radio y a veces yo los veía mirar hacia el infinito con angustia, respirando profundo con todo ese dolor atragantado.

Uno de ellos me enseño a descifrar los mensajes de la radio Colo Colo, a saber cuando era el aviso de algún compañero que estaba vivo, de alguna casa allanada o de alguien tomado prisionero.

Una tarde de esa primavera, recogimos hojas secas del damasco del jardín. Dos, tres hojas. Él les pintó alas, cabeza, fue agregando cada color  como si en eso se le fuera la vida y cuando estaban listas  las puso arriba de una piedra en mi repisa. Ahí quedaron cuando  se fue.

La última vez que lo vi fue en los asientos traseros de la micro, asustado, hacia su destino incierto, con la frente alta.  Yo no sé por qué se fue ni  dónde.  Tenía que moverse, esa era otra de las consignas. Nunca permanecer mucho tiempo en el mismo lugar.

Hoy  he recordado  que un día las mariposas se volaron de mi repisa y quise pensar que en ese instante él, su mujer y su hijo habían también podido volar.

Han pasado casi cuarenta años, es tiempo de saber al menos su nombre y, tal vez si  tuviéramos suerte, reencontrarnos.

Por eso, si alguien ha visto por ahí, en algún rincón, a un pintor de mariposas, dígale, por favor, que una niña mujer lo sigue esperando.

 

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