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Lo que más quisiera respecto de estas crónicas escritas en Sitiocero, es que se convirtiesen alguna vez en libro. Quizás hay un par más, en mi blog poesía para alentar coraje que deberían formar parte de él. Pero por qué. He aquí la cuestión fundamental de lo que es una crónica o  pretende serlo. No es la pintura de algo externo, que está allí inerte. Es sencillamente la pintura de uno mismo en el mundo que nos tocó vivir. Pues como buenos amigos me dicen, el diagnostico está hecho, al respecto y citando a Camus “los conquistadores han ganado puntos, y el lúgubre silencio de los lugares sin espíritu se ha instalado durante años”. La cuestión “es que hay que arreglárselas en este mundo plagado de desdichas”, es decir, “si se quiere salvar la inteligencia, es necesario ignorar sus dotes para la queja y exaltar su fuerza y su prestigio” (1).

Así que una crónica no trata meramente sobre el espíritu de una época sino más bien es el periplo de uno mismo respecto del entorno, en este caso de la tragedia. El cómo se las arregla uno, como insiste en mantener, al menos,  una distancia relativa de la propia queja, ignorar esa dote y tratar de exaltar algo distinto. En mi caso más que levantar valores, fortalezas o logros, ha sido el mostrar mi camino lleno de ripios, curvas, ascensos y descensos, avances y retrocesos respecto de esta lucha contra la queja sobre una historia social que me ha sido difícil de sobrellevar. Camino dubitativo, justamente porque mi pupila se ha detenido demasiadas veces en los elementos pretéritos, que han construido aquello que no tiene remedio, y quizás en la elección de un instrumental que proviene demasiado de ese mundo en crisis.

Pero por otra parte, en esta imposibilidad mía,  he mostrado a los demás el periplo de alguien que pertenece, como el que más y como todos mis coetáneos, a las propias contradicciones de la vida que nos tocó caminar y conversar, donde como testigos, hombres y mujeres ya enarbolamos la queja o ya  nos alejamos de ella como una maldición que nos tironeaba, porque no sabíamos cuales eran los elementos que nos permitirían evitar gran parte de lo dado, para elegir la porción que sí pudiese crear y  transformar nuestro mundo, nuestros cuerpos, y  lograr de esta manera,  la transformación de los mundos individuales, que por fuerza del espíritu son comunitarios, colectivos. Hombres y  mujeres que por un determinado modo de ser,  no tuvimos un nuevo un ojo creador de un ángulo de realidad cualitativamente nuevo también, desde donde nacieran nuestras manos como afilados escarpelos.

Por ello deseo que estas crónicas sean un libro, el de la lucha por encontrar en uno mismo las claves que permitan evitar todo lo podrido, elegir lo que florece para  que esto último nos transforme a cada uno y por consiguiente a todos y todas.  El libro de los dubitativos testigos del entorno. Será, con certeza, si alguna vez es publicado, un texto obligatorio sobre la desesperada prehistoria de los tiempos, para los niños  y niñas de las escuelas del futuro.

(1)    Albert Camus. Los almendros (1940)

 

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