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En una postmodernidad donde se glorifican las ciencias duras, el ancestral oficio de historiador provoca desconfianza. Suele temerse que manche las limpísimas alfombras del presente. Desde hace décadas, el mes de septiembre ha sido complejo para la memoria chilena. Es el mes donde afloran fantasmas que muchos querrían maquillar o dejar bien encerrados en el sótano. Chile no es el único en sentir estas emociones contrapuestas. Casi todos los países han protagonizado capítulos que por vergüenza, miedo o presiones tratan de dulcificar, enterrar o negar. El problema suele surgir cuando hay que editar libros de textos para las escuelas. En Chile, cada cierto tiempo se abre la discusión sobre cómo debe narrarse el período entre 1970 hasta 1990. De acuerdo a la polaridad política existente, algunos tratan de bajarle al máximo el perfil a Allende, mientras otros  lo ensalzan como héroe. No faltan tampoco los eufemismos para el golpe de Estado de 1973 y la descripción del régimen militar de Pinochet. El término “dictablanda” ha sido uno de los favoritos, como también, el destacar el éxito económico de “El Ladrillo” y los “errores” del gobierno, palabra que los nervios tipográficos y la guardia baja del censor, transforman a veces en “horrores”. La entrevista realizada a Carmen Gloria Quintana por Fernando Villegas y el poco atinado comentario de este último sobre “cerrar ese capítulo de la historia” encendieron el fuego en las redes sociales. Muchos piensan que con la magra justicia realizada, más la existencia de novelas, películas, documentales, ensayos y hasta teleseries sobre la realidad nacional vivida durante la Unidad Popular y la Dictadura se puede decretar algo como “borrón y cuenta nueva”. Querámoslo o no, la historia suele asaltarnos de repente con nuevos testimonios, informaciones o piezas de arte. El que vaya desapareciendo la generación que padeció el momento histórico no significa que la memoria desaparezca. Es cierto que las prioridades de los temas suben y bajan de acuerdo a las nuevas realidades del futuro. Sin embargo, todo pasado es un corazón que nunca termina de latir. De hecho, es bueno que así sea. No en vano se dice que conocer el ayer es la mejor manera de no tropezar con la misma piedra.

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Yo recuerdo, tú recuerdas…

Los psicólogos explican que cuando un individuo experimenta un hecho traumático, su primera reacción es “borrar” o fingir que ese dolor no existió. Por ejemplo, en 1947 el diario de Ana Frank se publicó por primera vez en Ámsterdam, bajo el título “Las habitaciones de atrás”. Otto Frank, el padre de la autora y único sobreviviente de la familia, creyó que los judíos holandeses estarían interesados en conocer este testimonio acontecido en la misma ciudad. Pocos lo compraron. ¡Menos prendió en Alemania, país de donde los Frank eran oriundos! Lo cierto es que en  Europa nadie deseaba recordar algo tan tenebroso y reciente como la  guerra que acababa de terminar. Solo en los Estados Unidos casi a fines de los ’50, dicho diario y otras obras testimoniales sobre el Holocausto comenzaron a popularizarse. Poco a poco, han seguido apareciendo nuevos aportes que relatan las experiencias no solo de los judíos, sino que de diversos grupos étnicos, sociales y de resistencia que vivieron ese espanto. Sin mencionar los conocidos temas militares, sobre los líderes mundiales y las estrategias de las alianzas en pugna, pues este fue uno de los primeros conflictos bélicos en contar con nutridos documentos gráficos y filmaciones realizadas in situ. Cabe indicar que la táctica del olvido es efectiva solo en el breve plazo. De alguna manera u otra, los esqueletos salen de sus tumbas, las verdades aparecen y los ciudadanos deben enfrentar la pugna de qué hacer con esos recuerdos. Ahora no solo los historiadores “oficiales” cumplen ese rol, también escritores, artistas, periodistas y ensayistas. Aquí viene la gran tarea de rescatar las verdades básicas de los protagonistas, en vez de la visión maniquea en blanco y negro o “inflada” en pro de algún interés particular. Lamentablemente, la línea entre ambas instancias es muy delgada. ¿Dónde finaliza la verdad de los hechos y comienza la ficción? ¿Dónde se acaba la ceguera y comienza la crítica?

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Los vecinos ven los trapos sucios

Los ingenuos suelen creen que la historia de cada país es íntima, propia, y que los vecinos o la comunidad internacional no tienen opinión sobre ella. Por el contrario, los alemanes comunes tuvieron que beberse el trago amargo del odio y desdén de sus vecinos que vivieron el horror de ser arrasados por los Nazis. Por eso no es extraño que setenta años después, los europeos salgan a protestar portando carteles con la foto de la Canciller Angela Merkel  “embellecida” con el bigotito de Hitler. Lo mismo le ocurre a Japón y  China debido al horroroso capítulo de la matanza de Nankín, realizada por el ejército imperial en 1937, cuando ambos países estaban en guerra. Por desgracia para los japoneses hubo testigos y hasta fotografías que obligaron a Tokio a realizar un tribunal de guerra, en el que condenaron a muerte a sus propios generales. Hasta la fecha hay peleas entre ambos sobre la cantidad de muertos de esa ocupación, que oscilan entre 350.000 con civiles incluidos, y la “versión dulce” de 100.000, únicamente militares. Son crímenes de guerra que Japón desearía olvidar, pero que China se los recuerda cada cierto tiempo, pues tienen la paciencia de revisar los textos de historia que se enseñan en las escuelas niponas. Horrores como la competencia entre dos oficiales para “cazar y torturar” a los chinos, pasando por violaciones, mutilaciones, quemar en vida a mujeres y niños, son parte del catastro registrado sobre ese infausto suceso. Como herencia de estas tristes memorias, los buques nipones no pueden usar la bandera del sol naciente, símbolo del Imperio, en los puertos chinos y coreanos. Deben entrar con su emblema actual para evitar evocaciones del ayer. Ejemplos internacionales hay muchos, sin embargo no dejemos en el tintero la larga disputa entre Turquía, Grecia y Armenia. Estos últimos le exigen que reconozca la masacre de millares de sus connacionales por los ejércitos nacionalistas turcos entre 1915 y 1923. En este caso, el país niega los hechos y esconde la cabeza como avestruz para no ver las osamentas halladas en las fosas comunes.

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USA y la guerra de secesión

Comentario aparte merece lo que está sucediendo hoy en el sur de los Estados Unidos. A 150 años de la guerra civil o de secesión (1861-1865) el asunto ha eclosionado como si hubiera ocurrido ayer. Aunque los nortinos “yankees” ganaron a los confederados y Abraham Lincoln abolió la esclavitud, este conflicto ha sido uno de los pocos donde los perdedores tuvieron el privilegio de escribir una historia a su medida. Recordemos que si bien los esclavos fueron liberados, tuvieron que vivir una cruel segregación que duró hasta las grandes luchas de los derechos civiles lideradas por Martin Luther King Jr., quien fue asesinado de un disparo, de la misma forma que Lincoln al finalizar la guerra. Aunque siempre ha sido un tema emergente, la gran polémica se desató cuando en julio de este año Dylann Roof acribilló a nueve afroamericanos en una iglesia metodista de Carolina del Sur. El criminal se había identificado en las redes sociales como adherente a la supremacía blanca, para lo cual utilizó la bandera de los Confederados. Hasta ese mes de julio, dicho emblema ondeaba en todas las gobernaciones de los estados sureños. Cada cierto tiempo alguien protestaba al respecto, pues la bandera fue símbolo del temible Ku Klux Klan y la usan hoy los actuales seguidores del Neonazismo. Esta matanza obligó por primera vez a retirar el emblema de todos los edificios públicos. Como si fuera poco, aparecieron testimonios de personas que habían sido escolares en los años cincuenta, quienes recordaban haber estudiado en  libros donde se describía la esclavitud como una forma de vida muy pacífica, en la que los amos eran todo amor y donde los negros cantaban felices cosechando los campos. Académicos de varias universidades siguen trenzados en disputas sobre las verdaderas causas de la guerra. Los sureños insisten tozudamente en que la esclavitud no tuvo nada que ver, sino que eran los impuestos elevados y el deseo de ser independientes. Lo cierto, es que no solo se ha abierto la interrogante sobre qué contenidos tendrán los textos escolares del año entrante, sino la legitimidad de los monumentos públicos dedicados a los Confederados. En este punto, ha surgido una pregunta: ¿Ayuda el derribar estatuas a limpiar el pasado o solo sirve para esconderlo en el desván? El cuestionamiento se planteó al conocerse que en Rusia está creciendo la admiración nacionalista por el ex dictador de la Unión Soviética Josef Stalin. Algunos intelectuales estiman que el esconder todos los símbolos de un pasado y evitar hablar del mismo, provoca el efecto contrario, es decir, surgen admiradores y seguidores del “caído”. Volviendo a Alemania, la prohibición de la suástica no ha impedido la proliferación de los neonazis. ¿Cuál es el equilibrio entonces? ¿Conviene dejar un par de monumentos o símbolos en las calles para recordar? No hay una respuesta clara todavía, aunque no pocos sugieren la revisión moral de la historia en orden a los valores universales de los derechos humanos, con el fin de educar mejor a los  ciudadanos.

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 La casa es chica, el desván es amplio…

En Chile existen temas más antiguos que poseen el estatus de “tenebrosos”. Uno de los más conocidos es la matanza de los obreros de Iquique en 1907, que se intentó silenciar mediante la ausencia de fotos y de noticias en los medios de prensa. La operación olvido habría sido un éxito si el compositor Luis Advis no hubiese viajado a Iquique en 1968. Allí, se encontró con un viejo minero que le contó la historia y lo llevó al mausoleo del cementerio. Todos conocemos lo que sucedió después. Gracias  a la “Cantata Santa María” de Quilapayún y a los numerosos investigadores que se interesaron en el tema, hoy el drama de esos salitreros sigue vigente en las nuevas generaciones. Otro episodio que todavía permanece tras el “tupido velo” (metáfora empleada por el escritor José Donoso) es la matanza, venta y servidumbre de los indígenas Selknam, Yaganes y Kawaskar realizada por el gobernador de Punta Arenas, Manuel Señoret y varios estancieros chilenos, ingleses y franceses a través de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, desde 1895 hasta 1908. Aunque tenemos nociones sobre el terrible acoso de los indígenas australes, poco se sabe de las misiones católicas salesianas que trataron de abogar por ellos, pero que fracasaron en el intento. En esos años y a diferencia de Iquique, algunos diarios denunciaron la masacre y el sistema esclavista que estaba imperando tanto en las haciendas como en la ciudad, donde el gobernador “regalaba” indígenas para diversas tareas, incluida la construcción y trabajos insalubres. “La Unión” de Valparaíso, “El Chileno” de Santiago y “La Razón” de Punta Arenas, fueron algunos de los medios que alzaron la voz. Las autoridades se vieron obligadas a hacer un juicio, pero culparon a empleados de menor rango y quedaron impunes los grandes cabecillas del exterminio: Mauricio Braun, José Menéndez, Rodolfo Stubenrauch y Peter Mac Clelland. En 1910, el sacerdote alemán Martín Gusinde, viajó a Magallanes en su condición de etnógrafo. Gracias a él, subsisten filmaciones y fotos que registran las costumbres de aquellos pueblos tan maltratados por el gobierno chileno y argentino. Nótese que ninguno de los dos países demostró interés en registrar lo que estaba ocurriendo en la Tierra del Fuego. La excusa fue que el progreso era demasiado importante como para pensar en seres humanos primitivos. Algunos de ellos hasta fueron vendidos para ser exhibidos en Europa como “caníbales” sudamericanos. Francisco Coloane, Patricio Manns y Luis Sepúlveda han dado luces literarias a esta tragedia austral, cuyo dolor sigue latente.

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Las “teorías de la conspiración”

La globalización, nuevas tecnologías y mejores niveles de educación están favoreciendo el surgimiento de más voces y puntos de vista frente a la historia de cada país. Hoy existe una sobreabundancia de archivos, fotos, videos, películas y documentos instantáneos. Sin embargo, esta facilidad para “atrapar” la esquiva y siempre palpitante historia tiene también sus giros en contra. Paradojalmente, mientras más material gráfico y audiovisual se posee de un hecho, más dudas afloran sobre su realidad. Proliferan entonces las llamadas “teorías de la conspiración” donde diversos grupos intentan anular a quienes no los favorecen en su ideología, lanzando a las redes de internet cartas falsas, imágenes de photoshop o entrevistas apócrifas en las que se pone en duda o niega un suceso. Es lo que ha ocurrido por ejemplo con el Holocausto. Es muy  probable que en algunos años más, cuando se piense que han fallecido todos los testigos, algunas “iluminados” difundirán la tesis de que las oscuridades chilenas jamás existieron.  La historia como una zona de sanación, con voces múltiples y capacidad de ponerse en los zapatos del otro, es un camino más fraterno. La justicia, el perdón, la reparación, la reconciliación son asuntos que han ido cobrando valor entre académicos y ciudadanos “de a pie” en el mundo.

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