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Creer o no creer fervorosamente en Bergoglio, en Bachelet, en Maturana, en Mujica, en Gyatso o en Jorge González es tan humano como misterioso. Ante ciertos íconos, las personas parecen sentirse obligadas a realizar un acto de fe, positivo o negativo, que finalmente son lo mismo. Creer y no creer en algo o alguien son parte de una relación mágica con la religión, la política, el arte o la ciencia.

“Creer o no creer” como relación mágica, implica una aceptación o no en bloque que tiñe la reflexión y evaluación de todos los actos y dichos del “personaje” depositario de la fe. Porque no se trata de una persona sino de un “personaje”, una creación mediática sobre la que los demás proyectan sus aspiraciones, creencias, valores, deseos, frustraciones, esperanzas, temores…

Todo bien. Hay libertad de culto y “cada uno aferrado sus dioses producto de toda una historia”, como dice la canción.

https://youtu.be/nK_dg1bwCEE

 

Los árboles no dejan ver el bosque

Pero surgen algunos problemas cuando el personaje en el que creer o no, se funde con una iglesia, un gobierno, un ministerio o una corporación. En un mundo de abstracciones y funciones, dominado por las imágenes y rostros, a menudo los dichos y los actos del líder del momento terminan remplazando la complejidad de las instituciones.

Por ejemplo, en Chile no se discute sobre el funcionamiento de un estado estructuralmente ineficiente, cuyo deterioro agranda continuamente la brecha entre su capacidad de respuesta y los crecientes desafíos actuales: el tema es creer o no en Bachelet (o antes Piñera). Mientras jugamos con pasión al reality presidencial o ministerial, las instituciones se desploman.

Las redes sociales han generado una transparencia incontrolable, esto hace muy difícil para cualquier personaje sostenerse en el tiempo. Hace unos años WikiLeaks asestó un golpe demoledor a las “élites”, al develar el lado oculto de los hasta entonces protegidos  representantes del poder: presidentes, embajadores, ministros y jefes corporativos aparecieron con toda su pequeñez, defectos y banalidades. Las redes sociales han continuado el martilleo permanente de los habitantes de las alturas. Continuamente caen personajes arrastrando con ellos las instituciones que representan.

El tropezón de Bergoglio

Bergoglio, o el Papa Francisco, es una de las últimas víctimas de la transparencia. La reinvención del Papa, en una Iglesia Católica demolida por escándalos de todo tipo, había sido una de las operaciones de rediseño de imagen exitosas más integrales y a mayor escala de los últimos tiempos (Aclaro rediseño de imagen y no de identidad que son intervenciones comunicacionales de profundidades y tratamiento muy diferentes).

Las cuidadas escapadas del Papa a la peluquería, las improvisadas caminatas por Roma, la pasión futbolera, los brillantes discursos y encíclicas que habían hecho que muchos “creyeran” o volvieran a hacerlo, inesperadamente chocaron con una escena grabada con un celular donde un Bergoglio irritado y sin filtros responde una pregunta sobre la oposición de los fieles de la ciudad de Osorno al nombramiento de un obispo envuelto en escándalos de pedofilia: “Por favor no pierdan la serenidad. Osorno sufre sí. ¡Por tonta!”. El tono y el argumento develaron un Bergoglio desconocido e insospechado para quienes lo conocieron como Papa Francisco. Los creyentes defienden y los no creyentes condenan, en ambos casos el paquete completo.

 

¿Quedará personaje/títere con cabeza?

La transparencia continua sería insoportable para cualquier persona. ¿Habrá alguien que  pase el filtro de las veinticuatro horas sin exabruptos, sin frases políticamente incorrectas, sin burlas, sin pelambres, sin mezquindades, sin decir algo que fuera de contexto pudiera “sonar mal”?

En estos tiempos la búsqueda de ídolos y héroes como los antiguos parece destinada al fracaso. No porque los líderes de hoy tengan más defectos, sino porque antes las cápsulas del poder regulaban mucho mejor lo que se mostraba a la plebe, desde las grandes estatuas e imágenes monumentales hasta los sofisticados discursos mediáticos. Lo políticamente correcto y los pactos de silencio de la clase dominante administraban lo que llegaba al “publico”, convenientemente filtrado y encausado en la dirección “correcta”.

Tratar de creer en estos nuevos ídolos llenos de grietas puede terminar exacerbando la fe ciega, el fanatismo y la tontera. Antes, en el blanco y negro, el acto de fe era más ingenuo; hoy, cuando toda la información disponible sobre lo bueno, lo malo y lo más o menos, ignorarlo requiere “hacerse el bobo” o una cierta mala fe. Creer o no creer en bloque implica un acto relativamente consciente de negación de una parte importante de la información disponible. Nadie es tan bueno, ni tan malo. Nadie hace todo mal o todo bien.

¿En qué creer o qué hacer?

Para una humanidad acostumbrada durante milenios a creer en dioses e ídolos y a vivir en narrativas de épicas y héroes es difícil resignarse al hecho de que quienes ocupan los cargos de poder y liderazgo son personas del coro, tan humanas como cualquiera, con sus mismas virtudes, defectos y contradicciones. En lo emocional, para muchos esta especie de orfandad se transforma en una carga difícil de soportar.

En esta época de desplome de los ídolos parece sano separar la fe en los líderes de la conversación sobre las instituciones. Un presidente popular no implica que el gobierno funcione, un director honesto no garantiza que la compañía no estafe; un papa carismático no es reflejo de una mejor Iglesia; y un entrenador de buen verso puede hacer jugar mal al equipo. Lo que nos protege de los abusos y de las malas prácticas no es creer o no creer en uno u otro personaje, sino construir mejores instituciones, más transparentes e inteligentes.

Un mundo sin ídolos y fórmulas épicas puede parecer menos apasionante pero ciertamente es más humano, vivible y mejorable.

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