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Me gusta celebrar año nuevo. Me gusta celebrarlo con los rituales posibles que marcan el cambio de un ciclo. Limpiar la casa y dejar en orden todo lo desordenado, cerrar cosas pendientes, eliminar objetos que han perdido significado o tienen cargas negativas (memorias tristes), meditar y hacer balances, inventariar las causas y deseos, saludar y desear a otros y otras un nuevo ciclo con fuerza y convicción, abrazar, dar la mano, comer alimentos inusuales, brindar. Porque es para mí un tiempo sagrado, de agradecimiento, de perdón, de aceptación de la grandeza y la voluntad de amor y belleza que hay en lo que se nos brinda, de manifestación en palabras o gestos de amistad, ternura, verdad, y de proyección de la intuición sobre mí misma y mi entorno, con la convicción de que la fuerza y energía de esos gestos modifica la realidad, de algún modo; hace una diferencia. Es decir, intento darle un especial sentido a una fecha que para muchos tiene más de mito que de realidad, pero que para mí, y en tanto mito, tiene el sentido de una necesidad vital y humana, expresada en una celebración.

No es la única vez en el año que realizo este ritual, pero el Año Nuevo tiene esa universalidad que nos convoca, y que es compartida en un ánimo común, aunque con muy diversas expresiones. Porque aunque no creemos en lo mismo, ni de la misma forma, la fiesta es siempre un espacio de liberación de los comportamientos  cotidianos, más allá del descanso que significa un feriado en el calendario.

El Mito que se construye en torno a un nuevo ciclo tiene profundas raíces en la historia de la humanidad, raíces religiosas que articulaban las creencias con las manifestaciones de la naturaleza, convirtiendo en exorcismo, conjuro, consagración y devoción aquellos días “especiales” que se construían en el imaginario social como un signo de identidad de los grupos con sus deidades, y los poderes a ellos atribuidos.

Hoy por hoy, más apegados a la verdad científica, la razón, el sentido común o la superficialidad, la mayoría de la gente celebra “por celebrar”, sin darle un contenido trascendente a la festividad, y eso hace que el rito de la celebración pierda el valor del mito de la renovación, un mito que nos acerca a la verdad fundamental de la muerte y el renacimiento permanentes, la transformación, el crecimiento humano y espiritual, y el valor de lo nuevo como posibilidad y de lo antiguo como raíz de lo que somos.

Allí donde algunos llenamos de historia y sentido, con una lectura metafórica, otros ven solo un día del año que el calendario que nos rige propone como fin de época, aunque no coincida con los ciclos naturales. Ese vaciado de sentido, hace que los ritos se pierdan y los mitos caigan, sin considerar el profundo valor que tienen en la identidad espiritual y trascendente de la especie humana.

Cierto que, según cómo lo pongamos, todos los días es Año Nuevo, pero la vibración común del alma de quienes meditan y reflexionan sobre el cambio, la transformación, la renovación, con la idea de que el ciclo que viene sea mejor para todos, es un beneficio espiritual que dista mucho de la resaca del festín vacío.

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