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Uno de mis compadres me invitó a reunirme con algunos de sus amigos, en uno de nuestros bares habituales de la Plaza Ñuñoa. Cuando iba en el taxi camino al encuentro, recibí un mensaje en mi celular. Era mi amigo contándome que le habían roto el vidrio de su auto en el supermercado y que habían robado su computador. Me avisaba que se demoraría en llegar a la cita porque iría a hacer la denuncia a Carabineros. Que sus amigos ya estaban en el bar.

Cuando llegué al lugar, encontré a dos conocidos, sentados en una mesa junto a otros dos hombres de similar edad. Al integrarme a la conversación, descubrí que se trataba de un encuentro de ex compañeros de curso del Instituto Nacional. La conversación giraba en torno a la marihuana. El tema y el tenor de los argumentos eran propios de nuestra época de colegio. Yo escuchaba y pensaba, si mis hijos o sus amigos escucharan esta charla les parecería un tema tan debatible como el derecho a voto de la mujer. Obvio que no dije nada, porque era el convidado extra y no iba a dejar la cagada recién llegando.

Después, a medida que empezaron las anécdotas de la época de estudiantes, la conversación se hizo más entretenida. Como yo estudié en el mismo colegio, los lugares, hechos y personajes mencionados me eran familiares. Uno de los recuerdos que alguien mencionó eran las peleas que se organizaban a la salida de clases, en un pasaje frente a la puerta del colegio.

Estábamos en amena charla, mi amigo ya se había integrado a la mesa después de su periplo de denuncias inútiles. El Bar estaba hasta ese momento, tranquilo y con poca concurrencia. De repente entró un grupo bastante bullicioso para nuestros cánones chilensis. Me fijé en uno de ellos, un tipo moreno con una gorra negra de béisbol, con la visera hacia atrás, que entró cantando en voz alta la canción de Chico Trujillo que sonaba en ese momento en el equipo de música del local.

Al ver esta escena las caras de mis contertulios mostraron un leve malestar por el ruido intempestivo que irrumpía en la quietud del lugar. Cuando el alegre grupo comenzaba ruidosamente a juntar mesas para instalarse, los observé con mayor detalle y reconocí al  tipo de la gorra. Se trataba del actor Roberto Farías. Un tipo que además de ser un actorazo, tiene una historia de vida que cuando la leí en una revista, solo aumentó mi admiración hacia él. Digamos como resumen que viene de una familia de bajos ingresos, que vivió en un barrio popular y que ya grande se pagó los estudios de teatro, limpiando los baños de su academia, donde estudian casi puros niñitos bien. Es también un tipo interesado en el mundo y en los personajes marginales.

Impulsado por mi admiración y por las dos copas de vino que me había tomado, me levanté de la mesa y lo fuí a saludar. Me acerqué sonriendo y alargando mi mano le dije que lo felicitaba, que su actuación en la película El Club y su monólogo en la obra Acceso habían sido simplemente espectaculares. El tipo me sonrió, estrecho mi mano y me dió un abrazo. Fue tan amable y receptivo que hasta le conté que había ido al Teatro de la Memoria a ver su monólogo con mi madre de 80 años; quien mientras hacíamos la cola para entrar a la sala me había confesado que era la primera vez que asistía al teatro. Le comenté que para más remate nos habíamos sentado en primera fila. Nos reímos coincidiendo que después de esa experiencia tal vez mi pobre madre no querría ir nunca más al teatro. Al calor de la conversación y dada la buena onda de Roberto, se me ocurrió la brillante idea de invitarlo a ir a nuestra mesa para presentarle a mis compañeros de velada.

Nos acercamos y les digo a los muchachos “estimados, les quiero presentar al mejor actor chileno del momento”. El los saluda y les sonríe.  La respuesta de la audiencia es más bien fría. Pienso, parece que, o no lo conocen o no les gusta tanto como a mí. En ese instante uno de los comensales lo mira y le dice “yo creo que tal vez eres buen actor pero, como persona no vales nada”. El actor aunque obviamente sorprendido, le responde educadamente “bueno es tu opinión y la respeto”. El tipo insiste “puedes ser bueno, pero para mí los actores valen callampa”. En ese momento la cosa se empezó a calentar. Los otros comensales y yo no dábamos crédito a lo que estaba sucediendo.  Sintiéndome absolutamente avergonzado, le pido disculpas a Roberto; quien a esas alturas estaba ya bastante caliente, y digo al otro tipo, “que te pasa, cómo puedes ser tan mal educado, traigo aquí a alguien que admiro y se los presento y tú lo tratas de esta manera”. Pero no había caso, a pesar de mis palabras, el tipo seguía mostrando su rabia hacia el gremio actoral y su representante allí presente.

La cosa siguió subiendo de tono y comenzaron a ofrecerse combos entre los dos. El tipo de mi mesa se levantó y le dijo que salieran afuera a pelear. El actor le respondió “vamos poh y arreglamos al tiro este problema”. Los guevones y los “qué te pasa concha e tu madre” iban y venían. Como si fuera poco se metió otro de los comensales diciéndole a Roberto, “eso sí que no te lo acepto, no vengai a insultar a mi amigo sino también vai a tener que pelear conmigo”. No bastándole con eso empezó a alentar a los otros a que se unieran en defensa del amigo pelotudo.  Claramente la cosa amenazaba con salirse definitivamente de madre.

A pesar de la calentura, y con la ayuda de mi amigo y los otros dos comensales, que afortunadamente eran seres razonables, pudimos parar ahí el altercado. Le pedí nuevamente disculpas a Roberto por el mal rato y la falta de respeto de que había sido objeto,  y volví a decirle al parcito que cuál era su problema, que cómo podían ser tan pendejos.

La verdad ninguno de los demás dábamos crédito a lo que habíamos presenciado. Cómo era posible que gente adulta pudiera haber respondido a la gentileza con esa agresividad gratuita. Después de la escena vivida, Roberto y su grupo decidieron retirarse del lugar. A pesar de lo enojado que estaba, antes de salir, se detuvo para sonreírme y darme la mano.

Después de estos hechos, obviamente se generó una discusión en nuestra mesa. La mayoría le tratamos de hacerle ver al tipo lo mal que se había comportado y que con su actitud había echado a perder el encuentro. Al sentirse solo en su estupidez, decidió morir con la bandera al tope. Se paró, y pidió a viva voz su cuenta. Mientras esperaba dijo “me voy, ya no tengo nada más que hacer aquí, quédense ustedes”.  Ahí otro comensal en tono reflexivo dijo “tenemos 53 años y nos hemos comportado como si estuviéramos en el colegio”. El contertulio defensor del come actores, ya recuperado de su enojo le dijo “no seas guevón, no te vayas, no echemos a perder la velada”.

Ante la solicitud de su único aliado, el tipo se calmó, se volvió a sentar y continuó la charla. A partir de ese instante el clima en la mesa regresó a la calma y volvimos a recordar viejas anécdotas de los tiempos de colegio. Nos acordamos de los profesores, de los compañeros de curso ausentes, de los viajes de fin de año y de las historias propias de nuestra época de estudiantes.

Cuando se hizo tarde, y antes de dar por terminada la velada, subí al baño y me encuentré con el tipo. Como él estaba ya súper calmado decidí preguntarle ¿qué le había pasado?, ¿por qué había reaccionado con tanta bronca contra el actor?”. Me comentó que le daba rabia que la gente les hiciera tantos reconocimientos públicos a los actores. Le respondí que yo había sido el que se había levantado a saludar al tipo y que lo había invitado a la mesa, sin siquiera conocerlo. Así que entonces tenía que haberse enojado conmigo. ¿Qué culpa tenía el pobre Roberto Farías? Me dijo, “yo pensé que lo conocías, que era tu amigo”. Putas me dije este tipo es aún peor de lo que pensaba. El personaje absolutamente ignorante de mis reflexiones sobre su persona, volvió a decir “a mí me cargan los actores”; y como si fuera una gran gracia me contó que una vez estaba en el Bar Normandie llegó el famoso actor Gonzalo Robles; entró igual que este tipo, metiendo bulla y llamando la atención; así que “le paré el carro al tiro y como se me tiró a choro, salimos a pelear y le saqué la cresta”, me dijo con orgullo.

Teniendo ya claro el perfil del personaje, bajé al salón. Pagamos la cuenta y salimos todos juntos del Bar. En la calle nos quedamos charlando un rato, echamos unas cuantas tallas y nos despedimos amablemente. Ya era de noche, pero la Plaza me recordó el patio del colegio.

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5 Comentarios sobre “De regreso al colegio

  1. Sergio,
    es la envidia de algunos que rozan la mediocridad por ver que otros triunfan y son galanes fuera y dentro de la pantalla chica…lastima por tu amigo chante
    que quedose en los 14 años..
    tu amigo

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