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Entre Conquista y Torrecampo hay la misma distancia que entre Torrecampo y Pozoblanco, por lo menos en tiempo, que se mide por lo que dura una canción interpretada en directo por Dire Straits e incluida en su álbum Alchemy. La canción, Tunnel of Love, dura 14:32 minutos exactamente. La he oído cientos de veces cuando he hecho solo el camino entre un pueblo y otro y siempre que la oigo me sorprendo y me emociono, especialmente cuando alcanza su tramo final, al que imagino tocado por una orquesta filarmónica.

¿Es esta canción cultura de verdad? La pregunta viene a cuento porque acabo de leer el libro La civilización del espectáculo, de Mario Vargas Llosa. Si leer un ensayo es siempre una buena manera de aprovechar el tiempo, más lo es si su autor es un pensador del tamaño de este escritor peruano, premio Nobel de Literatura y una de las grandes referencias culturales de nuestra época. Aunque estoy de acuerdo con la mayor parte de lo que se dice en él, no me resisto a exponer las dudas que me han surgido a su término, y que empiezan con el título mismo del libro.

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Civilización es un concepto de abarca una totalidad, mucho más amplio que cultura, salvo que entendamos cultura desde un punto de vista antropológico (“la cultura Occidental” o “la cultura Inca”, por ejemplo). Vargas Llosa, sin embargo, desaprueba este concepto amplio. Es más, buena parte del libro la dedica a reivindicar la cultura de las élites como la auténtica, en tanto que rechaza las expresiones del pueblo llano como verdadera cultura. Para Vargas Llosa, no puede ser igual la lectura de un libro como La montaña mágica, que necesita de tiempo, silencio e introspección, que las lecturas que se hacen en el metro, destinados al consumo masivo, y cuyo valor fundamental es el entretenimiento. Es decir, que no puede ser igual la cultura de antes, elegante, sosegada y de intelectuales, que la actual, que es de todos y, en consecuencia, es tosca, insustancial y mundana.

Tunnel of Love de Dire Straits puede ser escuchada (consumida) mientras se conduce y en el metro, está accesible a cualquiera en Youtube y en las plataformas musicales de internet, tuvo y tiene una acogida formidable entre el gran público y, a mi juicio, todo eso no es un obstáculo para que sea una obra maestra –otra más– de aquel formidable grupo británico. O dicho de otro modo, no me parece que la cultura de masas sea despreciable per se.

 

La cultura de masas es una consecuencia de la universalización de la educación, que es la base de la cultura, y de la democratización de los medios. Ahora, afortunadamente, casi todo el mundo sabe leer y escribir; muchos de los que saben leer y escribir escriben; muchos de los que escriben lo hacen bien y muchos de los escriben bien publican, aunque sea autoeditándose o lanzando sus obras a ese océano proceloso que es internet. Es cierto que hay muchos que escriben mal y publican, y es cierto que en el maremágnum de títulos de todas clases es difícil distinguir lo excelso de lo pésimo, pero no es menos cierto que ahora todo el mundo tiene su oportunidad para expresarse, y que de entre todos los que escriben hay un montón de buenos escritores, muchos más que antes, como de entre todos los que hacen música hay un montón de buenos músicos, muchos más que los había antes y probablemente hasta mejores. No creo que deba confundirse masificación de la cultura (que es una expresión peyorativa) con cultura de masas (que debería ser una expresión elogiosa) ni creo que la cultura de masas sea una alternativa a la alta cultura (¿cultura de las élites?), como demuestra la obra del mismo Vargas LLosa, sino que ambas pueden convivir y, de hecho, creo que conviven y convivirán siempre. Otra cosa es que la cultura realizada por las élites haya perdido el brillo social que tenía antes al haberse reducido su manifestación a escenarios muy concretos, ahogada por la cultura popular, que se expresa en los grandes medios de comunicación de masas, y con ello, haya perdido también buena parte de su capacidad de influencia.

El que los triunfadores culturales de nuestra sociedad no sean las élites culturales (los catedráticos, los pensadores, los intelectuales), sino los que más obras venden o cuyas obras alcanzan mayor cotización, esto es, el hecho de que el éxito no tenga tanto que ver con la calidad como con la cantidad, no es sino una consecuencia del cambio de ámbito a que se destinan los productos culturales, que antes era muy reducido y muy dilatado en el tiempo y ahora es breve y prácticamente universal. Pero, en esencia, el origen del éxito de hoy no es muy distinto del que se ha producido en el pasado.

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Entre el triunfo de los músicos que el siglo XIX componían valses para las clases altas de Viena y el triunfo masivo de los autores teatrales del Barroco existe una común intención de agradar al público, de divertirlo y de entretenerlo, no muy distinta de la intención de los actores culturales contemporáneos, que ya se hallan en el cine más que en el teatro, en Spotify más que en los grandes auditorios y en los libros electrónicos más que en el papel. No hay gran diferencia, pues, entre el éxito de los Strauss, Lope de Vega y Dire Straits.

El hecho de que la mesura y la introspección no se hallen más que en ámbitos reducidos no es de ahora, sino de siempre. Todas las civilizaciones han tendido al ruido y a la pompa, todas han sido civilizaciones del espectáculo. En todas se ha confundido la esencia (el fondo) con su manifestación (la forma), y ha tendido a convertirse la manifestación en una ceremonia impresionante. A convertirse y a sustituir a lo esencial. Así, se ha confundido la religión con la liturgia, el deporte con su contemplación, la literatura con los premios y los premios con la ceremonia de su entrega. La consecuencia ha sido que en todas las civilizaciones se ha valorado mucho más la forma que el fondo. Y si ha sido en el todo, también lo ha sido en esa parte del todo que es la cultura.

No creo que nuestra civilización esté falta de rigor y de análisis, ni creo que nos encontremos en el ocaso de la cultura auténtica. Si los visitantes de un museo de arte moderno pueden confundir una caja olvidada por un operario en un rincón con una obra de arte no es porque esos visitantes hayan perdido su espíritu crítico o se hayan contagiado de un total relativismo estético, sino porque se han mimetizado con el ambiente. No en vano, esa misma caja puesta a propósito podría haber pasado por una obra de arte si hubiera sido bendecida por las élites culturales, a quienes nunca ha sido del todo ajeno el kitsch.

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