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Desde el comienzo de su carrera en el cine, a fines de los 90, los belgas Jean Pierre y Luc  Dardenne nos han mostrado la vida de los europeos que están al margen: obreros, desempleados, inmigrantes, en una amplia gama de situaciones que pulsan sentimientos profundos: amor, ira, repulsión.

En Dos días y una noche, película recién estrenada en cines chilenos,vuelven sobre un tema que ya abordaron en Rosetta: el trabajo y sus concomitancias, más allá de la necesidad de ganar dinero para vivir.

Sandra, interpretada por Marión Cotillard ( la misma actriz que hizo de Edith Piaf en La vie en Rose)es una mujer en la treintena, madre de dos hijos, que está terminando un tratamiento por depresión (la razón de la enfermedad la sabremos después). Al intentar reintegrarse a su trabajo, en una pequeña empresa, se entera que sus compañeros han debido votar por su reingreso o un bono de mil euros. A punto de recaer en la depresión, una compañera logra que la votación se repita. Pero la protagonista tan solo tendrá dos días y una noche para revertir la situación… si es que se atreve a dar la pelea, cuestión que no haría si su marido no le da el impulso.

Ahí está toda la historia. Minimalista, aparentemente, en su planteo y en el uso de recursos. Lo que vemos todo el tiempo es a una mujer desgarbada, aún dependiente de los antidepresivos,  yendo de un lugar a otro (debe hablar con quince personas, hombres y mujeres) para convencerlos de que su vida vale más que mil euros y que no es ella la que los pone entre la espada y la pared, sino el jefe de la empresa, quien pretende convencer a su personal que 15 pueden hacer el mismo trabajo que 16.

En largas 24 horas Sandra sabrá de la solidaridad y del individualismo; de la afección hacia las personas y hacia las cosas. El filme podría naufragar en el maniqueísmo, pero la duda planteada no es tan simple ¿Es justo que Sandra pida a sus compañeros negarse a esa pequeña porción de bienestar, al cual ella tampoco quiere renunciar? Los personajes forman parte de la numerosa  clase media empobrecida por la crisis económica y algunos se las arreglan mejor que otros, más a nadie le sobra el dinero. Se trata de una clase media en su quintil más bajo, que sabe cuán frágil es el límite entre la autonomía económica y la dependencia del bono social.

Mirarse al espejo

Sometida a una situación de crisis la sociedad se tensa a un grado máximo; los valores que quisieron cultivarse en colectivo (los que hicieron posible aquellos estados de bienestar social) permiten la emergencia, cual flor de singular brillo, al individualismo más feroz. La manipulación de los empresarios, utiliza el miedo como primer recurso (y en la película es el temor a perder el empleo), pero también activa otro mecanismo más retorcido: hacer que los empleados resuelvan cómo asumir el costo. Cuento conocido. Miren, si no, los argumentos que escuchamos a diario en Chile contra la reforma laboral.

La película no pretende hacer discursos épicos acerca de un modelo económico en constante naufragio (la verdad es que, al igual que en un transatlántico, el naufragio afecta más a los de la clase inferior; las cifras muestran que  los ricos se han hecho más ricos, después de la última crisis). Son otras las carencias que están en juego y estas son las que los Dardenne quieren exponer en Dos días y una noche. Más que perder un bono o un empleo, los personajes se enfrentan a una carencia mayor: el menoscabo de la dignidad. Y para la protagonista, ese es el gran desafío, que sólo puede superar mirándose al espejo en los demás; espejo que también devuelve la mirada a los/as compañeros y compañeras. Y por cierto a los espectadores, siendo como es un drama tan cotidiano. Lo dijo Luc Dardenne, al estrenarse su filme en 2014: “En cada película tratamos de contar a un personaje que se enfrenta a cosas, a veces a cosas que el mismo inventó. Y el problema suele ser porque, no entiende su propio deseo, no sabe lo que busca. Y lo que busca en realidad, en casi todas las películas, es encontrar a alguien”

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