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El sentido práctico ha inundado la vida y las relaciones en nuestra sociedad, dejando fuera otros múltiples sentidos y posibilidades de ser y hacer. La industrialización impuso un modo de hacer las cosas, basada en la práctica de la producción en cadena, que se tradujo como eficiencia. A menos tiempo de producción, menos costo, mayor ganancia. Y lo incorporamos más tarde como una práctica cultural, al parecer integrándola a todos los procesos -más allá de los productivos- y a todas las relaciones -más allá de las laborales. Hicimos todo “económico”, nos convertimos en medidores de productividad y ahorristas de tiempo, para ser eficientes. Hasta el lenguaje lo tenemos económico. Y no solo hemos conseguido ser uno de los países con más alto índice de estrés, suicidio, alcoholismo y consumismo del planeta, sino que a la larga dejamos de ser creativos frente a los nuevos desafíos que se nos presentan. Tenemos menos cultura, manejamos lateralmente información especializada, nos encasillamos en formas de vida, valoramos los estándares, nos reducimos a vivir modelados, realizamos actividades laborales en ambientes tensos, y nos enseñan a que nuestros productos deben ser exitosos, dentro de los cánones de la fábrica-matrix-sistema.

¿Cómo transformar positivamente esta experiencia social en nuevos modos de vida?

El sentido práctico de la vida que se nos inyecta desde los primeros años en la educación, tanto formal como familiar, nos va modelando para transforma el valor en precio. Le pone un sigo $ al tiempo, y hace correr el tic tac del reloj de la vida en cada uno de nosotros que de pronto nos vemos corriendo –incluso al borde del infarto- intentando conquistar algo que ni siquiera sabemos si tiene un valor para nosotros, solo porque tiene un precio en la sociedad (estatus).

Y algo que ha perdido enorme valor porque su precio no cotiza en el mercado –especialmente el de la educación- es el juego. Aunque sí cotiza bien el juego como evasión (véase el éxito de los casinos -también los juegos infantiles entran en esta categoría- y el precio que se paga por ellos), el juego no se cotiza como posibilidad creativa. Porque la creatividad tampoco es bien cotizada. Los artistas (los creativos por antonomasia, supuestamente) están devaluados, porque sus productos pertenecen a un mercado muy restringido y hay muy poca demanda de placer, belleza interioridad y libertad espiritual.

¿Cómo cambiar las cosas si no somos creativos? ¿Cómo nos volvemos creativos si no nos dejan jugar? Que los modelos educativos cambien hacia nuevas formas de valoración, incorporando la libertad, la imaginación y el juego me parece que es una condición imperativa para que podamos mirarnos de otra manera, configurarnos de otra forma, ser distintos, dándole más valor a lo que realmente lo tiene, aunque el producto no sea el cotizado. Entonces, incorporar la danza, la plástica, el teatro, el canto, la música como prácticas significativas, que nos entrenen para ser felices y no para satisfacer al mercado, es una forma.

Sin embargo, no veo en el debate educativo estas propuestas, sino como marginales. La jerarquía de los contenidos educativos formales, no varía. Los docentes pretenden, con justicia, disminuir la carga laboral y ganar más por dignidad, pero ¿son personas con la capacidad de co-crear en sus estudiantes otros sentidos? No veo que la academia modifique sus paradigmas. El paradigma intelectual sigue rigiendo las concepciones educativas, negando emociones, mutilando humanidades. Y me preocupa…

Seamos, entonces, prácticos con nosotr@s mism@s. ¿Nos hace más felices la vida que llevamos? ¿Le damos valor a lo que nos hace estar bien?

Pero paso a paso, y con optimismo, quizás podemos ir haciendo diferencias.

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