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Gabriela tenía dos lenguajes en los que se expresaba con soltura: la poesía y el “recado”. Así le llamaba ella a este género, entre crónica y carta, íntimo y apelativo, a la vez; cruza de intensidad y claridad, político y humano. Siempre he adorado esta faceta de Gabriela, y aprecio en ella un territorio todavía no explorado de ese enorme caudal de ideas, visiones y orientaciones que dejó la Mistral, filósofa, humanista. Un enorme legado de valores, como un ramillete póstumo; ella, que amaba los jardines.

Gabriela no escribía sus poemas para publicarlos. Los libros nacieron por iniciativa de quienes admiraban su trabajo poético, pero sus recados siempre buscó dónde hacerlos visibles, y sus primeros escritos de esta naturaleza son de una edad muy temprana, cuando incluso todavía no adquiría el seudónimo con el que la conocemos, y firmaba como “Alguien”, “Soledad” y “Alma”.

Tres seudónimos como tres preguntas. Indicios de una búsqueda personal que va expresando también a lo largo de su vida, a través de su prosa. Afirmó Valéry de ella, que si su poesía era de oro, su prosa fue de diamante.

Es una prosa con una enorme energía, expresada con convicción y también con humildad que revela un espíritu intuitivo, muchas veces visionario, que busca comunicar –en el sentido de unir, de entrelazar- este mundo con otro, superior, que se expresa en los valores a los que constantemente apela.

Hay en ellos una suelta oralidad. Como si dialogara o tradujera sus monólogos en palabras, en un viaje que va en la dirección contraria de lo poético –de la imagen al logos- para iluminar ciertos territorios pedagógicos, sociales, espirituales, políticos con la energía de su fe en la humanidad a la que se dirige. Y ella misma les llamó “Recados”, que podemos interpretar como “mensajes”. Sus voces íntimas, son traducidas al lenguaje habitual para trasmitir, con desenfadada franqueza, pero también con ternura, un lenguaje de amor que sentía necesario comunicar al mundo. Y lo hizo, incansablemente. Con énfasis. A veces impaciente, a veces irónica, a veces desde la decepción, o incluso desde la rabia.

Desde ese lugar, Gabriela hizo su militancia. En la palestra de una oradora –cuando las mujeres recién empezaban a tomar un rol en la vida pública- detrás de una página de revista o de periódico, Gabriela levantó la voz para denunciar las heridas que veía abrirse o perpetuarse en el sistema social, y habló por los niños y niñas, por las mujeres, por los trabajadores, contra el abuso, la deshonestidad, la guerra. Y asumió ese rol de “recadera” con elevada vocación, sobreponiéndose a las odiosidades que siempre resintió de Chile.

Dos manos se extienden desde el caudal creador de la Mistral. Ambas estremecedoras. Guiadas por ideales profundamente espirituales, sus palabras tienden un puente entre lo humano, y lo divino. En las líneas llenas de vigencia y en las entrelíneas que brillan con sentidos nuevos, también descubrimos el anuncio de las atrocidades que vivimos hoy.

Hablamos mucho de ella y en nombre de ella. Quizás también es tiempo de escucharla con los oídos para los que ella hablaba: mentes abiertas, almas desnudas, corazones generosos.

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