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Una oda a la memoria de un mundo perdido. Eso es la triste, sugerente y divertida comedia Gran Hotel Budapest, un hermoso homenaje del director Wes Anderson al escritor Stefan Zweig.

Un film sobre el colapso brutal del optimismo de la modernidad originaria solo podía inspirarse y a la vez ser un halago para Stefan Zweig, escritor comprometido con el antibelicismo y un memorioso de una cultura europea que, pos guerras mundiales, el autor austriaco consideraba perdida.

Asistimos a una película estilísticamente estructurada sobre la base de la memoria de un narrador que evoca las peripecias de un hombre símbolo de ese otro tiempo.

Un noble/burgués originario, que por posición social no lo es, pero sí lo es en el espíritu y en las formas, el Conserje Gustave M. de un aristocrático hotel en decadencia.

Un ingenioso caballero de anacrónicas maneras que es acosado por los herederos de una amiga millonaria, de la estirpe de Gustave M.; herederos inescrupulosos, sin Dios ni Ley, que solo quieren dinero. En el trasfondo histórico acaece una guerra en la que los hombres ayer “civilizados” ahora se matan entre si, inmisericordes (tal aserto es repetido una y otra vez en el film).

La actuación de Ralph Fiennes, el conserje, como siempre, notable. Por la pantalla, en un gesto abrumador de Wes Anderson, circulan una pléyade de grandes actores y actrices, casi como jactándose de la seducción que entre los artistas producen sus películas.

Entusiasmado con la profunda memoria histórica y aún en mi retina los créditos finales en los que el director agradece a Stefan Zweig, salí de la sala de cine cabizbajo y reflexivo.

Zweig fue el primer escritor judío abiertamente antibelicista y crítico al nacional socialismo. En el film aparece una y otra vez un remedo de la esvástica, amén de breves escenas en tono de fina comedia –que evocan el genio de Chaplin en El Gran Dictador- alusivas al horror de las guerras en la que participaron todos los europeos.

En la primera mitad del siglo XX hubo dos fracasos definitivos para un mismo proyecto histórico.

Primero fue el hundimiento del Titanic. Tal como lo intuyó el pensador alemán Hans Magnus Enzensberger, la imagen del Titanic en el fondo de mar, derrotado por un Iceberg, es metáfora y símbolo del fin de la ingenuidad implícita en el Prometeo técnico, ese sueño moderno, a lo Julio Verne, que confiaba en que la humanidad racional e inventora no tenía límites y todo lo podía.

Luego vendría Heidegger a cuestionar el fetichismo tecnológico de la humanidad moderna; fetichismo en que aún moramos, pero muchos ya no ingenuos.

Segundo, las consecutivas guerras mundiales estremecieron al Prometeo “civilizado” moderno, ufano de confianza en su “progreso” moral. Inmediatamente concluida la segunda guerra comenzó la crítica sin retorno de la racionalidad totalitaria de la modernidad ilustrada.

Ese imaginario y razón excluyente del otro, causa última de tanto desenfreno en todos los ismos de los últimos siglos. Esta crítica radical fue inaugurada por los filósofos de la escuela de Frankfurt en la obra compilatoria “Dialéctica de la Ilustración” de Max Horkheimer y Theodor Adorno.

Las guerras sepultaron a tantos sueños y hombres y mujeres como Gustave M. De ahí en más campearían los voraces y frívolos amantes del lucro fácil y sin sueños, en el inicio de la hegemonía de la sombra de una burguesía originaria, que antes, en su periodo de luces, sí había soñado.

Recordé cabizbajo mis andanzas en Europa por el teatro del horror de las guerras de Europa. En ese museo al aire libre que es el norte de Francia, Bélgica y Alemania.

Casamatas, trincheras, refugios, bombas enterradas, cúpulas de concreto de donde salieron los primeros cohetes hacia el cielo, fábricas de armamentos en el corazón de la tierra, enormes muelles flotantes que en el mar del norte recuerdan impasibles la invasión de Normandía. Más, uno y otro y otro de los incontables cementerios ingleses, alemanes, norteamericanos, canadienses, italianos, franceses, rusos, con cruces blancas que se pierden en el horizonte para recordarnos la locura.

Una generación enloquecida que apenas tardó tres décadas en destruir Europa. Solo tres décadas para socavar una cultura que desapareció para siempre, según lo escribiera Stefan Zweig en su autobiografía póstuma, El mundo de ayer.

Recordé también una conversación con un amigo, que hoy vive en Francia, con quién precisamente nos volvimos a ver muy cerca de las antiguas trincheras en Normandía, después de más de 30 años. Nos habíamos separado a los 20, cuando ambos dábamos los primeros pasos en la Universidad de Chile, y él debió salir huyendo de nuestros propios epígonos del horror totalitario. Nos reencontramos cuando ambos ya pasábamos los 50 años, pero lo sentimos como si el tiempo entre nosotros no hubiese transcurrido, pese a la evidencia contraria en nuestros rostros.

Con posterioridad a ese reencuentro pensé que tan breve como nuestra separación fue el tiempo vital de esa generación de europeos de la primera mitad del siglo XX.

En la primera gran guerra Hitler tenía un poco más de 20 años cuando en las trincheras del norte de Francia mataba por su país. Al terminar la segunda guerra mundial, con una Alemania y una Europa devastada, el Führer se suicida a los 56 años. Apenas tres décadas de su vida, en un periplo existencial muy parecido al de todos los líderes de aquel tiempo.

El tiempo vital de una generación que de joven mudó a adulta matándose los unos a los otros. En ambas guerras murieron 50 millones de personas según cifras conservadoras.

El desenfreno de los ismos: el nacionalsocialismo, el comunismo, el liberalismo. Todos ellos animados por la lógica del vencer y controlar e imponer a rajatabla. Todos ellos con hechos traicionaron el sueño del progreso moral del bueno del marqués de Condorcet, filósofo ilustrado y revolucionario francés, uno de los insignes padres fundadores de la modernidad.

Sitiocero Cultura

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