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Cuenta la historia que en 1830 un adolescente kawésqar de 13 años fue secuestrado junto a otros dos miembros de su tribu por la expedición comandada por Robert Fitz Roy, para llevarlo a Inglaterra. Allí le enseñaron un nuevo idioma, el inglés, le cortaron el pelo, lo vistieron con ropas de paño- pantalones, levita, según muestran retratos de la época- y luego lo devolvieron al confín del mundo para ver su reacción. La leyenda dice que Jemmy Button (llamado así porque fue llevado como parte de un trueque de botones) al ser devuelto a su tierra natal se despojó de la ropa, el aprendizaje y la lengua.

El cineasta Patricio Guzmán recoge este suceso en El botón de nácar su documental  –premiado con el oso de plata en el Festival internacional de Berlín – y nos interpela acerca de la identidad. Particularmente por esa identidad que miles de personas que por distintas razones han hecho parte de sus vidas en otros países, como Jemmy Button, y quienes pese a volver al lugar donde nacieron y crecieron nunca vuelven a ser los mismos. El cineasta que dejó Chile tras el golpe de 1973 reside en Francia, y antes en España, pero vuelve cada año a Chile para estar presente en el Festival de Internacional de Documentales de Santiago (Fidocs), que creó junto a un grupo de documentalistas chilenos en 1997 y en cuya versión actual se exhibe su última realización. En Francia crea y vive, pero su mirada retorna constantemente al sur.

 

Rossana Dresdner periodista y escritora autora de la novela Pasajeros en tránsito nació en Valdivia y partió al exilio con sus padres que se instalaron en Uppsala, Suecia. Retornó recién titulada de periodista. En su novela la protagonista vive la crisis del que no se siente de un país ni de otro:

–          He llegado a la conclusión de que yo soy el problema. La desadaptada, la que encuentra que todos están equivocados, o que no dicen la verdad., o que no dicen toda la verdad. Desadaptada, extraña, extranjera.

La misma crisis vivida por los que llegaron a otro país como parte de un exilio o una migración. Con el país a cuestas. Recuerdo a una chilena en T Centralen (la estación central de Estocolmo) compartiendo con otra sus muy variadas recetas para cocinar los pollos congelados que ponían en liquidación en los supermercados cuando estaban cerca de la fecha de vencimiento. Era, le decía a la amiga, su manera de ahorrar para el viaje de vuelta. Otro día en una de las calles principales de la capital sueca una argentina a la cual lo único que nos acercaba eran nuestras “cabezas negras” (no obstante la suya platinada)  me detuvo para comentar  “¿Y vió? Parece que encontraron las manos de Evita”. Cada cual con lo suyo, con sus aprendizajes e historias a cuestas a miles de kilómetros de sus patrias.

La identidad personal (¿existe tal cosa?) se lleva donde vayas; se arrastra, se revuelca, se modifica, se pierde, se enriquece, se arma como un lego.

La identidad chilena

identidad

La construcción de la identidad nacional es un poco más compleja.

Jorge Larraín Prorrector de la Universidad Alberto Hurtado, Doctor en Sociología de la Universidad de Sussex, Inglaterra, fue profesor del Centro de estudios de la Realidad Nacional (Ceren) entre 1971 y 1973. Luego partió a al exilio, a Inglaterra al igual que Jemmy Button. Se instaló en la Universidad de Birgminghan y fue el primer director del Departamento de Estudios Culturales de ese centro universitario donde estuvo hasta 1993. Hoy vive en Chile, hace clases en la Universidad Alberto Hurtado, pero mantiene el vínculo académico con dicha universidad.

Larraín es el autor de Identidad chilena, texto que nos interpela con preguntas como ¿En qué consiste ser chileno? ¿Tienen los chilenos personalidad básica o carácter nacional? ¿Existe algo compartido por todos los chilenos, sea racial o sicológico, que se pueda llamar chilenidad? ¿Está amenazada la chilenidad por la globalización?

El tema de la identidad ha estado de moda en los ambientes académicos internacionales desde mediados de los 80, nos dice el académico, cuestión causada por el fenómeno postmodernista que desafía los relatos totalizantes para celebrar la pluralidad de los discursos.

Página tras página Jorge Larraín va construyendo la historia de nuestra identidad, en un relato que según dice comparte el estudio científico con la tradición ensayística hasta llega a definir algunas características actuales. Nos enfrenta entonces a una sociedad entre cuyos rasgos destacables aparece el clientelismo o personalismo político y cultural, cuya base estaría en el surgimiento del populismo en las primeras décadas del siglo xx; un tradicionalismo ideológico e intolerancia puesto de manifiesto por grupos dirigentes que abogan por la total libertad en la esfera económica pero apelan a valores morales tradicionales en otras esferas.

El tradicionalismo en Chile tiene bases más fuertes que en Estados Unidos o que en Europa en parte por el extraordinario poder y capacidad de influencia de la Iglesia Católica más tradicional  en materias políticas y legislativas (¡Ezzatti habemus!). Poder que líderes políticos no se atreven a contrarrestar por temor a perder votos, sostiene.

Pero también hay otro tradicionalismo, dice Larraín, que no hace distingos entre izquierda y derecha: es el que alienta a los grupos de elite que se sienten amenazados en sus privilegios por diversos temas que se han tomado la calle, como el medioambientalismo o el mayor acceso al consumo. Destaca finalmente los cambios que han venido produciéndose desde fines de 2010 con la irrupción de las movilizaciones sociales y con ello otro rasgo importante de este nuevo siglo: la depolitización de la sociedad.

Del dicho al hecho

Autoritarismo, machismo, legalismo y racismo oculto también son componentes pertinaces de nuestra identidad que subsisten desde la colonia y que se expresan, por ejemplo, en normas que se acatan formalmente pero que no se cumplen en la práctica, en la exacerbación de la blancura como rasgo deseable (“de chico era clarito“). Se suman el fatalismo pero también una solidaridad que permite la subsistencia de quienes tienen menos dinero a través de una compleja red de economías informales; la mediatización creciente de la cultura, el consumismo… Hay mucho más en el texto de Larraín y quien se interese en el tema podrá encontrar respuestas en abundancia. 

Muchas veces me he preguntado en este último año cómo pasamos de ser jaguares a wiñas. Me respondo que a lo mejor siempre fuimos la combinación de ambos o quizás lo último, antecedió a lo segundo y ahora solamente ha mutado el pelaje… temporalmente. Tal vez la respuesta esté en una de las advertencias de Larraín: La identidad no es solo una especie de herencia inmutable recibida desde un pasado remoto, sino que es también un proyecto a futuro. Además, por su naturaleza misma, una identidad nacional no solo va  cambiando y construyéndose, sino que va creando versiones plurales sobre su propia realidad.

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