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Las manos que traen pétalos, hojas molidas, o sólo tierra: de jardín, plaza, polvareda doméstica. Ese asombro, el más feliz y lleno de gracia. Niñas y niños fascinad@s con cada seña de vida, aunque ni siquiera conozcan esa palabra: vida (yo voy para los cincuenta, y es todavía un balbuceo, un susurro que no llega a revelación). De pequeños tampoco conocen “salud”, “enfermedad”. Menos, “cáncer”.

En el mundo, anualmente, 200 mil niñ@s y adolescentes (de hasta 19 años) enferman de cáncer. En Chile son quinientos a mil, y el cáncer es la segunda causa de muerte entre los 5 y 9 años de edad. Podría no serlo.

Según World CHild Cancer, un 80% de niñ@s podría sanar del todo, contando con diagnóstico y tratamientos oportunos (ver datos del reporte anual de WCC), y con cuidados y apoyos amorosos. No es sol@s, sanar. Ni para los niños ni para sus familias.

El cáncer, “en cuclillas”

Sabemos que nuestros hijos, ante un malestar de sus cuerpos, nos llaman, se acurrucan, caen dormidos con o sin fiebre, tomados de nuestras manos. Nosotros recibimos un llamado del jardín o la escuela y antes de que terminen de decirnos “su hij@ se siente mal, o se torció un pie”, ya partimos a buscarlos. Cada célula y neurona corriendo en dirección a ellos: el cuidado en movimiento.

Si nos dijeran, su hij@ tiene cáncer ¿qué escucharíamos? Sólo la voz del cuidado, muy posiblemente. Nada sería más importante. Tres palabras harían desaparecer, para madres y padres, al resto del planeta: “a su lado”.

¿Cómo viven los niños y niñas una experiencia como el cáncer? Quienes no hemos estado ahí, sólo podemos imaginar, tratar. Pensarnos en un cuerpo pequeño que quizás hace poco aprendió a caminar y ahora está “enfermo”, pasando por tratamientos invasivos, decenas de inyecciones, estadías en hospitales. Tener muchas ganas de jugar, y apenas fuerzas para intentarlo. No entender.

Niños y niñas un poco más grandes darán cuenta de cambios y restricciones en la enfermedad, podrán decir cuánto y cuándo les duele, percibir la preocupación de sus familias, y hasta contemplar la posibilidad de morir. Creo que una mayoría de los adultos podemos avizorar esa sombra sólo al escuchar términos como “biopsia”, “precursor”, “malignidad”, o la pregunta “¿casos de cáncer en su familia?” realizada por un doctor a quien se visita por primera vez.

Con todo lo que no sabemos, sí al menos estamos claros en que el acceso incondicional a servicios de salud es lo primero, y un factor determinante en la posibilidad de sanar. También lo es el cuidado y la presencia de padres/madres con sus hijxs: la familia, lo dicen innumerables estudios, en hospitales como en los hogares de los niños, es clave para la cura y/o moderación de síntomas y dolores asociados a enfermedades como el cáncer.

Sin embargo, en nuestro país (a ras de OCDE), aún no contamos con certeza de poder acceder a los tratamientos necesarios para todo niñx que enferme, ni con el derecho a cuidar de nuestr@s hij@s por el tiempo que se requiera.

Cualquiera sea el sistema de prestaciones –público o privado-, ante la enfermedad grave de un hijo, el golpe se deja sentir, la exigencia sobrehumana. A la demanda emocional, moral, se suma el que muchas familias arriesgan perder sus fuentes de empleo, o sus viviendas, para solventar gastos médicos y aquellos generados por ausencias laborales, reducciones de jornada y/o cesantía. ¿Cómo poder cuidar bajo esas presiones?

La mengua anímica, los problemas de salud mental (en su mayoría, depresiones), los cuerpos agobiados de los cuidadores, conforman otro universo donde coexiste el amor más grande, junto al innegable impacto de la enfermedad para el grupo familiar, la pareja, cada hombre-papá y mujer-mamá.

Zapato de niño.

Sostener y reparar la vida

Nuestro país suscribió la Convención Internacional de Derechos del Niño (CDN) que establece, entre otros derechos humanos, el de tod@ niñ@ entre 0 y los 18 años de edad “a disfrutar del más alto nivel posible de salud y servicios para el tratamiento de enfermedades y rehabilitación de la salud” (Artículo 24). ¿Es así? Y si no ¿qué lo justifica y qué dice de nosotros?

Como imperativo de especie, está el sostener y reparar la vida, cuidarla para que continúe, y especialmente en tiempos de mayor vulnerabilidad. Sin vidas, no queda nada. Pero por obvio y elemental que parezca, no es una premisa fundamental que oriente nuestras acciones.

La devastación del medio ambiente, su explotación irracional, es la prueba más desoladora. En los últimos años, me comentaba una funcionaria del sistema público de salud, ha aumentado el número de adolescentes que llegan a Santiago desde las regiones 3ª y 4ª para recibir tratamiento oncológico (por cáncer de mamas y testicular). No se atreve a decir que es a causa de las mineras, pero lo piensa, pensamos (y éstas también emergen en denuncias recientes del colegio médico sobre el aumento alarmante de cáncer por arsénico, en Santiago).

Me ronda, también, e inolvidable, aquella historia de un padre joven que el 2013 optó por la amputación de una de sus piernas pues como trabajador free-lance no podía permitirse “el lujo” (sus palabras) de 3-6 meses de reposo y rehabilitación intensiva -indicados por su médico tratante-, “a costa” de afectar la provisión y cuidado de sus dos hijas. Perder la voz. Qué podríamos decir.

Sólo preguntarse, internamente, ¿cómo definiríamos “salud”?, ¿cómo contaríamos su historia desde cada cuerpo, nuestro, de otrxs?, ¿qué decimos a nuestros niños?, ¿cuánta maravilla, cuánto afecto o gratitud podríamos expresar por los átomos y células mínimas que nos sostienen?

Y nuestros bríos, capacidades diferentes, vulnerabilidades, nuestro crecer y envejecer, ¿cómo los describiríamos?, ¿qué estándares son los deseados, los no-transables, pensando en el colectivo, en nuestra familia?, ¿cuáles sufrimientos concebimos como evitables, o tolerables, y para quiénes?, ¿qué entendemos por sanar, por una vida vivible? Y si no lo hemos pensado ¿cómo nos aventurarnos a soñar, y también a exigir justa-amorosa-mente, otra forma de vivir el cuidado en nuestro país-posible?

El desafío en salud es enorme a nivel mundial. La OMS señala que casi 2 billones de personas no tienen acceso mínimo a servicios de salud, y más de 11 millones mueren anualmente debido a enfermedades infecciosas, sólo por no haber podido solventar remedios básicos, o vacunas. Unicef ha estimado, al 2015, que los niños más pobres tienen casi 2 veces más posibilidades de morir antes de los 5 años, en comparación a los niños más ricos. Y no son todos los datos.

Somos parte de este mundo, y no somos indemnes. Pero en este lejano territorio quizás podríamos hacer las cosas de otra forma. Que la vulnerabilidad (de todxs, alguna vez) jamás nos exima de dignidad y de cuidado. Que nuestros cuerpos sanos y nuestros cuerpos enfermos, grandes o pequeños, unos de pie y otros yaciendo, no dejen de tener igual estatura.

Lea la segunda parte de La salud de los niños: #licenciaparacuidar deVinka Jackson.

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