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Tenía cinco años cuando abordé mi primer avión rumbo a Barcelona, España. Para mi mamá el viaje  era una batalla en contra de la fatalidad. Para mi papá era la posibilidad de  retomar la vida que había dejado atrás después de la guerra civil.

Corría el año 1969. Mi papá, trabajaba en la Compañía Carbonífera de Lota, centenaria faena ubicada en la boscosa bahía de Arauco, en el sur de Chile. Un accidente en el pique hizo que mi mamá se obsesionara con la idea de buscar nuevos rumbos. Barcelona era una carta más que jugar en el naipe. De esta forma, mi hermana, mis padres y yo partimos un invernal día de agosto. Atrás quedó Lota y nuestro pequeño mundo infantil. Lo último que vimos fue el humo del carbón acariciando los negros techos de las casas. El cotidiano lamento de la bocina del cambio de turno nos dio la despedida.

Abordar un “ave de metal” sonaba a prestidigitación. Volar no era tan común como ahora. Recuerdo que mi hermana y yo jurábamos que las luces azules que bordeaban las pistas eran hadas incandescentes, cuya misión era proteger al avión en su ascenso hacia las estrellas.

Amor en el Santa Lucía

En teoría, mis padres no estaban llamados a conocerse. Miguel, mi progenitor, pertenecía a esa generación de post guerra que buscó construir su futuro lejos de la sombría España. En 1956, mi abuelo Pedro y su hermana Carmen lo fueron a dejar al puerto. Su barco llegó a Río de Janeiro, Brasil, en pleno carnaval. Mi papá quedó tan fascinado que se juró a sí mismo que la tierra del samba sería su segunda patria. Sus sueños tropicales se truncaron al ser víctima de estafa. Entonces, alguien le habló de Chile. Hizo el largo viaje por Sudamérica en transporte terrestre. Después de unos tres o cuatro días, las cumbres de Los Andes le dieron la bienvenida en el paso Los Libertadores. Abajo, en la gran ciudad de Santiago, Olga (mi mamá) se acababa de ir de la casa después de una disputa con mis abuelos. Había conseguido trabajo en una oficina de publicidad y arrendaba una habitación en la misma pensión a la que llegó Miguel. Ella se ofreció a mostrarle las atracciones de la Alameda, principal avenida por donde se pasea la historia. El tour terminó en matrimonio. Luego, nacimos nosotras. Mi papá consiguió empleo en la “Carbonífera”, donde fue contratado por su diploma de técnico electricista y por sus habilidades declamatorias.  Su repertorio eran Lorca, Machado y el todo el romancero español. Los sureños aman el canto y los versos.  No en vano, el vate Pablo Neruda surgió entre la niebla y los volcanes australes.

Nuestro avión hizo escala en Sao Paulo. En pocas horas, el frío invernal se había ido y ahora hacía calor. Eran tiempos en los que no había aire acondicionado. Mi  mamá nos llevó al baño y nos puso ropa fresca. Brasil parecía maravilloso, ya que la gente era de mil colores y hablaba en forma musical. Además, habían escaleras mecánicas, una tecnología impensable en Lota. Aunque el trópico no era nuestro destino, desde entonces conservo la mágica sensación de que basta con atravesar las nubes para que toda la realidad cambie completamente. Magia que la globalidad y la homogeneización cultural hace cada vez más difícil.

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El encanto de Barcelona

El tío José, la tía Carmen y mi primo Ángel, que entonces tenía 17 años, nos fueron a recoger en el aeropuerto de Barcelona. De niña, definía los lugares por el olfato. A diferencia de Lota, flotaban en el ambiente aromas de tabaco, café y chocolate, mezclados con la gasolina de los coches y los acentos salinos del Mediterráneo. Llegamos al edificio 51 del paseo Fabra y Puig. Todavía está allí, con sus molduras y balcones de fierro forjado. Ellos vivían en el último piso. Nos recibió el abuelo Pedro, quien usaba una boina y dijo tener un huerto, como en la canción que solía cantar mi papá y que terminaba con un tra la lá. La tía Carmen había preparado macarrones, con la esperanza de evocar en su hermano los sabores de la infancia. A mi papá no le gustaron y…peor aún, a nosotras tampoco. Entonces, mi mamá tomó con elegancia el control de la cocina. Durante el mes que allí estuvimos, se declaró una sutil batalla entre la tía Carmen y mi mamá. No solo por las cacerolas que se colmaron de guisos chilenos, sino que por las personalidades tan distintas. La tía Carmen se vestía de oscuro, como en las películas de Zarzuelas. Mi mamá andaba a la última moda, con minifaldas de colores encendidos y melena teñida de rubio platino. La tía Carmen no tenía vicios, mientras que mi mamá fumaba y no le hacía ascos al café o a los cócteles. La tía Carmen atendía al tío José con esmero, mientras que mi papá tenía la misión de bañarnos y lavar la loza. Según el primo Ángel, mi mamá no calzaba con la imagen de mujer latina, católica y abnegada que circulaba en esos años por “las Europas”.

Fabra

Fatal destino

Mi padre no encontró empleo en Barcelona, sino que en una compañía norteamericana de cobre, que comenzó a operar en la cordillera de los Andes, cerca de Santiago. El campamento de los “gringos” era moderno y todo parecía seguro. ¡Falsa ilusión! En 1970 su vehículo minero se desbarrancó en medio de aquellas hermosas montañas que tanto lo habían impresionado. En Fabra y Puig 51, la tía Carmen recibió la noticia en un telegrama, apenas terminado el luto por el abuelo Pedro, quien falleció cuando regresamos a Chile. Ella transformó su dolor en postales y cartas. Durante décadas nos envió imágenes de todos los lugares que habíamos disfrutado, como la fuente de Montjuic, el Tibidabo, Montserrat, la sagrada familia y la estatua de Colón. Luego, siguió con libros de viajes por España y por todos los continentes. Mientras tanto, Santiago se había vuelto un lugar sombrío después del  Golpe de Estado de 1973. Así, sus puntuales cartas “desde el extranjero” fueron el lazo de amor que nos mantuvo atadas a pesar de la distancia. Gracias a ella, descubrí lo importante que era enviar una postal, tarjeta o carta a las amigas y “pololos” cuando salía de la ciudad. Gracias a sus cartas de papel aprendí a esperar impaciente al cartero. Hoy, ella y el tío José han fallecido. El departamento de Fabra y Puig fue vendido. Ya no circulan cartas ni postales escritas a mano…tampoco esperamos al cartero. Lo que permanece es el encanto de la palabra, de compartir sentimientos e imágenes en las redes sociales. ¡Usemos sabiamente esta tecnología para encender corazones y secar las lágrimas de quienes comparten su sufrimiento con nosotros!

 

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